lunes, 26 de noviembre de 2012


   Yo siento esa necesidad de llegar a casa y leer un “¿Qué tal tu día?” sin que haya sido en absoluto un día especial, o que me escriba “ya te echo de menos” cuando acabamos de despedirnos tras pasar la tarde juntos… Eso es de verdad una relación, pero ya te digo que lo que tú tienes, no, Em… 


Directamente había desistido, y precisamente por eso había acabado por negarme a hablar de mí, de mis relaciones y de Martin. Y sobre todo de todo aquello que nos concierne a Martin y a mí.
Habían pasado meses desde el verano, desde Barcelona, la playa y todo lo que por aquel entonces estaba pasando. Ya por estas fechas, más cercanas a mi cumpleaños y a la navidad, Martin y yo llevábamos el suficiente tiempo juntos como para seguir replanteándome si hacía bien o no, en seguir intentando una y otra vez que lo nuestro saliese a flote.

 Es cierto que nuestra relación no era perfecta, pero ¿qué relación lo es? Tampoco era como me esperaba, y mucho menos como la gente está acostumbrada a encontrárselas. Si algo me ha quedado claro es que no existen las relaciones tipo, pero incluso siendo incapaces de catalogar las relaciones, estaba claro que la mía se salía fuera de lo común. Y que yo lo diga vale, lo tengo asumido y por tanto puedo opinar. Pero de ahí, a que todo mi círculo incluyendo mis padres se crean en total derecho a cuestionarla, queda un cacho. 

Para mi sorpresa la que mejor pareció comprender mi relación fue Joan, demostrando en todo momento su fidelidad incluso cuando ni yo misma creía que pudiese seguir adelante con ella.
Y es que aparte de tener que defender mis criterios y mi relación por encima de toda opinión ajena, tuve que enfrentarme a las dudas propias de cualquier relación, con el añadido de algún que otro problema derivado de las mismas. 

Como bien había dicho Martin, nos encontrábamos en un mal momento para las relaciones. Pero ni los intempestivos horarios ni la saturación que conllevan, son aliciente suficiente como para darme por vencida y abandonar sin siquiera intentarlo. Y sobre todo después de todo lo que ha costado llegar hasta aquí.

Personalmente prefiero quedarme con un montón de charlas distendidas que curiosamente y por breves que sean, suelen llevarse a cabo en momentos en los que menos me lo espero y que obviamente más me van a emocionar.
Ya puestos a comparar relaciones, tampoco debe ser del todo normal verse sorprendido por un “te quiero” ocasional, que lejos de hacer que te retuerzas los sesos pensando el porqué de la escasez de esas palabras, sea motivo suficiente para alegrarte el resto de la semana. 

Supongo que mi relación son tres cuartas partes de conocimiento mutuo y confianza, junto con otra parte de hechos y palabras. Y para mí, ser capaz de saber que está pasando por la mente de Martin, saber hasta qué punto le afecta cada cosa, o conocer todas y cada una de sus vías de escape, sabiendo cuándo respetarlas y en la medida en que debo de apoyarlas, es mucho más gratificante y sin duda alguna me compensa todo lo no dicho o lo que el mundo nos condiciona impidiéndonoslo compartir.

   Pero… ¿cómo sabes sí estás interpretando las cosas como debes o si en realidad las interpretas como a ti te gustaría que fuesen? Tienes mucho riesgo de equivocarte y quizás resulte que Martin en realidad no es como tú crees y directamente te muestra lo que a él le interesa para contentarte…
Momento en el que me queda del todo claro que debo de una vez por todas acabar con esta conversación y alejar de mí lo máximo posible el tema de la misma. 

Me niego a responder. ¿Cómo hacer ver a personas que están acostumbradas a tenerlo todo por seguro, que en realidad simplemente entiendo, conozco, comparto y apoyo por completo a mi novio sin necesidad de que me explique al detalle cada situación o de estar continuamente pegada a él comprobando metódicamente la solidez de la relación?

Sí, es complicado y claro que me gustaría poder verle siempre que me apeteciese. No niego que me encantaría que de vez en cuando fuese él y no solamente yo quien tuviese alguna iniciativa. Que casi no hable con él no significa que no quiera hacerlo y que no le vea no significa que no le eche de menos. Que no esté repitiendo continuamente que le quiero no significa que no lo haga, y estoy segura o mejor dicho, me gusta confiar en que él opina exactamente lo mismo. 


   Tía, no sé si idolatrarte o tomarte por una completa idiota, pero desde luego lo que sí sé, es que jamás en la vida podría hacer lo que tú haces. ¿Cómo cojones aguantas seguir con él?

   Sé como es y sé como soy. Sé lo que puedo esperarme y también lo que jamás saldría de él. Dejando a un lado que conociéndome como lo haces, sabes que sería totalmente incapaz de tener cualquier tipo de relación que no fuese por el estilo y mucho menos que la otra persona lo comprendiese… básicamente si sigo con él es porque sé lo que supone estar sin él, y me niego por completo a volver a estarlo.

domingo, 25 de noviembre de 2012


El fin de nuestros días en Barcelona implicaba una vuelta inmediata a una realidad para la cual yo todavía no estaba preparada. A una realidad de Jake... y de Amanda. A una realidad a la que, aún a día de hoy, no logro acostumbrarme. 

Nada más poner los pies en tierra sentí el peso de todo de lo que había salido huyendo hacía justo una semana. Mientras esperábamos por nuestras maletas no pude evitar preguntarme cómo se había podido complicar todo de semejante manera. Llevaba dos meses evitando a Amanda, a sabiendas de que más tarde o más temprano tendría que abrir la caja de los truenos, pero sencillamente no estaba preparada. Mi mejor amiga me había traicionado y yo no estaba preparada para mirarla a la cara. Pero Amanda volvía el lunes y yo aún no sabía que cara poner cuando la viese ya que mi estado de ánimo era un tanto contradictorio. Por un lado estaba hundida, pero a la vez estaba furiosa y sentía un odio irracional hacia ella. 

Estaba enfadada por haber estado tan ciega, por no haberme dado cuenta de lo que estaba pasando, por haber sido tan estúpida como para pensar que todo lo que Amanda había sentido por Jake era cosa del pasado y, sobretodo, por pensar que Jake no lo haría. Quizá eso fue lo peor de todo, que a pesar del historial de Jake yo había pensado que esta vez era distinto. Yo nunca le había pedido exclusividad y él había dejado claros los límites de nuestra relación, o al menos eso pensábamos, pero a medida que pasaba el tiempo las cosas dejaban de ser racionales, y aquellos límites que nos habíamos impuesto cada vez quedaban más lejos. 
Quizás fue el miedo lo que hizo a Jake poner los pies en el suelo, lo que hizo que poco a poco se fuera distanciando de mi. Pero nuestra relación era un remolino que nos envolvía a los dos y, por mucho que quisiéramos alejarnos... siempre volvíamos a caer el uno en los brazos del otro, vulnerables. Y yo había sido tan estúpida como para no querer ver que era la propia Amanda la que llenaba a Jake de dudas y la que me colmaba a mi de inseguridades, boicoteando nuestra relación desde el principio. Y casi seis meses después, había tenido que ser la propia Amanda la que lo confesó todo. 

Todavía recuerdo aquel momento como si hubiese sido ayer: Tessa y yo salíamos de clase a las 19:30, como todos los martes, en dirección a las taquillas para quitarnos las batas del laboratorio, coger nuestros bártulos y marcharnos a casa después de un interminable día en la facultad. Mientras ella acababa de guardar sus cosas aproveché para echar un vistazo rápido al móvil, ya que tenía varios mensajes sin leer. Uno en particular llamo mi atención: "oye Joan, antes de nada quiero que sepas que no me arrepiento de nada..." aquel principio me resulto bastante extraño y más aún viniendo de Amanda, así que no dude en leer el mensaje entero: "...y que ha sido mi decisión. Me he tirado a Jake". 
Recuerdo que algo se me rompió por dentro, me quede totalmente paralizada, con el móvil en la mano y sin poder dejar de mirar a la pantalla, a esas cinco palabras. Ni siquiera podía hablar o moverme. Tessa de dio cuenta de que algo no iba bien, y después de preguntarme varias veces sin obtener respuesta alguna por mi parte, no dudó en arrancarme el móvil de las manos y leer el fatídico mensaje. 

¿¿Pero qué coño acaba de hacer Amanda?? gritó en medio del pasillo ante las miradas atónitas de los demás- Bien, nos vamos de aquí. 

Tessa cogió su bolso y me llevo de la mano hasta el último piso de la facultad, al lado de la biblioteca y donde se podía contemplar toda la ciudad desde los ventanales. Con el monedero en la mano fue hasta la máquina de cafe e inmediatamente volvió con dos vasitos humeantes. Capuchino avellana, nuestro favorito. Se sentó a mi lado dándome uno de los vasos y puso su mano en mi rodilla. 

Bien, ahora cuéntamelo todo. Y bébete eso, te hace falta. 

Sinceramente no sabría decir cuanto tiempo estuvimos allí sentadas, contemplando la ciudad. Los sentimientos me desbordaron, las lágrimas se me salían a borbotones sin que yo pudiera hacer nada para detenerlas. Aún no era capaz de asimilar lo que estaba pasando: mi  mejor amiga se había acostado Jake, y lo peor de todo era que no mostraba ni un mísero ápice de arrepentimiento. Y Tessa, con todo el cariño y la paciencia del mundo, escuchó y escuchó, en silencio, mientras me abrazaba.  Al final perdimos el ultimo autobús y tuvimos que volver a casa andando desde la otra punta de la ciudad. 

Amanda no dejó de mandarme mensajes durante varios días para comprobar que seguía viva, así que, harta de toda su falsedad, cogí el teléfono y marqué su numero. Amanda contestó inmediatamente  con su tono despreocupado de siempre:

Joder tía, estaba preocupada.
No vuelvas a dirigirme la palabra. Piiii.

[...]

A veces me gustaría creer que todo había sido un sueño, una alucinación de mi mente enferma. Y durante meses abrí los ojos cada mañana, preguntándome si algún día podría, de una vez por todas, ponerle fin a aquella horrible pesadilla, con la esperanza de volver a aquel tiempo que tanto añoraba, cuando Amanda aún era la Amanda de  siempre. Cuando Jake... no existía. 

lunes, 15 de octubre de 2012

- ¡Vamos, es hora de dar pedales! 

No pude evitar reírme. Mientras Joan se aferraba fuertemente al asiento siguiendo con su ya de sobra conocido pánico al despegue, yo tenía la vista completamente fija en ese enorme edificio de cristal en el que las personas, cargadas de ilusión y de alguna que otra prenda de más en sus maletas, esperaban impacientes la llamada de embarque que anunciaba el inminente inicio de sus viajes.
Siempre me han gustado los aeropuertos, es el único sitio donde se respira ilusión en todas y cada una de sus partes. En él, puedes encontrarte con todos los tipos de ilusión posibles, desde la del comerciante feliz por sablarte en su mísero pero al parecer, rentable negocio, hasta la notable ilusión de las familias por el reencuentro de algún ser querido que ha optado por volar del nido y embarcarse (y nunca mejor dicho), en una apasionante aventura por su cuenta.

En realidad, en ese momento mi estado de ánimo distaba mucho del de cualquier otra persona que está a punto de enfrentarse a una gran aventura. Sí, la vida en mi casa era digna de reality y sobrellevar mi día a día era como intentar sobrevivir en el amazonas, pero nada de eso me emocionaba más que el sentimiento de libertad que había experimentado días atrás. Por eso, encontrarme ahora encerrada en aquel gigante pájaro de metal rumbo a un lugar donde la historia es como siempre, donde siempre, y a las mismas horas de siempre, inevitablemente me hacía sentir como si de un hachazo me hubiesen cortado unas alas recién estrenadas.

Mis oídos empezaron a pitar a la par que la velocidad del avión iba en aumento. Mientras, yo seguía con la vista fija en el cristal, si quiera molestándome en enfocar cualquier cosa que pudiese despertar mi atención, y simplemente limitándome a dejarlas ir, sin más, como había dejado ir todos esos malos días y pensamientos durante nuestra estancia en Barcelona.
Sentí esa sensación de vacío causada por el cambio de presión que se genera en la cabina del avión en el mismo instante en que este, se alza un palmo del suelo y como si le fuese la vida en ello tirase de su cola intentando estabilizarnos en el aire.
Una vez oído el estruendo producido por el tren de aterrizaje al plegarse, fui saliendo lentamente de mi estado de “shock”. Aún era incapaz de creerme que hubiese estado en Barcelona, simplemente no era capaz de procesar todos y cada uno de los momentos que Joan y yo habíamos vivido y que ahora definitivamente, habían llegado a su fin.

Una repentina ola de emoción recorrió mi cuerpo por un segundo. Al fin, tras cinco días recorriendo la ciudad estaba viendo el mar. Lo habíamos intuido en la letanía tras todos esos hermosos edificios y polución, pero las ansias de conocer mundo y tanta sensación de libertad, hicieron que nos mezclásemos con el ambiente cosmopolita y nos dejásemos llevar, lo que al parecer, no nos condujo en dirección al mar.
A medida que íbamos sobrevolando nuestro (geográficamente hablando) hermoso país, yo me iba hundiendo en mis pensamientos, reflexionando sobre todos y cada uno de los cambios que había sufrido a lo largo de toda mi vida y cayendo en la cuenta de que en realidad, los más duros e importantes se habían desencadenado durante el último año de la misma.

Y así fue como empecé a recordar mis primeros años en la ciudad, fría, oscura y verde, sumida en una humedad continua donde el sol rara vez asoma y donde a la lluvia podría considerársela como la más fiel de las compañías. De aquello hacía ya sus doce largos años, tiempo de sobra para acostumbrarme, pero nunca suficiente para adaptarme.
Yo, tan encantadoramente ingenua como era, luciendo la mayor de las sonrisas y una piel visiblemente más bronceada que la del resto, a causa de mis muchas horas de exposición al sol en lo que ya podía considerarse como “mi anterior vida”, fui colocada en un colegio en el que ser nueva significaba una humillación.
Aún recuerdo el primer día en el que entré en ese frío salón de actos, en tirantes, pues aún estábamos en “verano”, y con una mochila naranja y morada a cuestas. Mejor ni reparamos en lo que se desencadenó los sucesivos años en los que estuve de visita por el purgatorio.
En general fueron años de mudanzas, de casas que servían como almacenes hasta que finalmente encontrásemos la definitiva, y cuando por fin sucedió, me encontraba viviendo a las afueras en un chalet con su correspondiente jardincito, su plaza de garaje y su trastero propio; con un trozo de acera que mantener, y con un cubo de basura en el que se veían rotulados número y dirección de la vivienda a la que pertenecía. Sólo nos faltaba el perro.

Se me rompió el alma al recordar el día en el que, en un desesperado intento de olvidar todo lo que había sido mi vida y resignándome a vivir la que me habían condenado, envolví y entregué a mi madre una pequeña bola de cristal donde se veían reproducidas todas y cada una de las siete islas que, perdidas en mitad del océano, formaban el archipiélago que me había dado la vida y me había visto crecer. Por aquel entonces yo sólo tenía ocho años, y por lo que se ve, el dramatismo lo llevo desde siempre, normal que a Joan le encante cortarme el royo.

Una sonrisa se dibujó ahora en mi cara, Joan, qué gran descubrimiento y qué cantidad ingente de tiempo y esfuerzo desperdiciado hasta encontrarla.
Resultó salida del mismo purgatorio en el que yo fui colocada, es decir, que la conozco de toda la vida. (Véase que mis desesperados intentos por olvidar cualquier rastro de mi vida fuera de la dichosa ciudad en la que estaba condenada, habían dado sus frutos).
Joan resultó ser una persona que, de al no ser que vayas buscando a alguien como ella, te pasa totalmente desapercibida. Mejor dicho, te pasaba. Viéndola ahora no tengo más remedio que quitarme el sombrero ante lo que se ha convertido, sobre todo para mí.

En realidad recuerdo bien poco de cómo llegamos a conocernos. Estando en el mismo grupo de amigas, muchas niñas quisquillosas exigiendo lo máximo y aportando más bien poco, en fin, cosas de la adolescencia. Hasta que no tuvimos nuestros bonitos quince años la una pasó totalmente desapercibida para la otra, incluso estando en la misma clase compartiendo pupitre fui tan sumamente inconsciente de no saber ver más allá de esa niña callada y con la mirada gacha. Más vale tarde que nunca.
Cuando finalmente las ironías del destino decantaron la balanza del lado contrario al nuestro, nos dimos cuenta que, tras esa guitarra y melena negra, y tras mis vestiditos y zapatillas de ballet, había dos personalidades perfectamente compatibles que poco a poco comenzaban a despuntar.

Já, he de agradecer a las Lindas el punto en el que me encuentro. Si nadie nos hubiese puesto el camino tan empedrado, ninguna de las dos nos habríamos apoyado en la otra para superarlo. Joan fue la sensata de las dos en darse cuenta de que ocho niñas alzando la voz pretendiendo hablar una por encima de la otra, no era algo que pudiese considerarse amistad. Tuvo la suerte que al empezar el instituto y habiendo elegido la rama técnica del bachiller, encontró a la gente adecuada a la que poder denominar amigos. Siempre me alegré por ella, incluso mientras la panda de arpías intentaba ponerme en su contra, siempre supe que su decisión fue, en definitiva,  la acertada. Tal vez y por eso no sorprendió mucho que yo siguiera sus pasos despidiéndome de las Lindas y comenzando a ver la vida por mi cuenta y riesgo sin nadie que dictase una dirección por la que ir.
Nunca tuve nada asegurado salvo que Joan me apoyaría, y me bastó. Ahora gracias a eso sé a dónde mirar cuando alguien me pregunta dónde están mis amigos y sé a quién aferrarme cuando soy incapaz de decidirme hacia dónde ir. Qué poco agradecida fui al principio cuando simplemente brindaba inseguridad y desconfianza, encasillando a Joan y a los chicos como personas a las que, de abrirme, se aprovecharían y me destrozarían como anteriormente me había pasado. Si bien hay algo que Joan conoce a la perfección de mí, es esa parte de mi pepito grillo que dice que a cada nueva persona que nos permitimos querer, no es más que otra futura pérdida. Y ahora pensándolo bien, cuánta paciencia y comprensión había mostrado Joan a lo largo de este último año.

Pero aquí estábamos, con nuestras dificultades, dos chicas aparentemente diferentes que, en realidad se comprendían cuanto menos a la perfección, ya que habiendo pasado por lo mismo y habiendo tomando decisiones totalmente diferentes, habían llegado al mismo puerto logrando ser fieles a sí mismas.
Poco queda de aquella niña hecha trizas por ironías del destino. Si a alguien tengo que agradecer el hecho de abrirme los ojos en cuanto a tópicos sobre humanidad se refiere, es sólo y exclusivamente a ella.

Joan estaba ahora escuchando Metallica a todo volumen, toda ella, su expresión y sus gestos se movían al ritmo de la música imitando un punteo de guitarra imaginaria que supongo, coincidiría con el ritmo de la canción. Mientras tanto yo, intentaba recapitular todos y cada uno de los detalles que habían contribuido a forjarme tal cual era hoy.

Hacía escasamente un año, luchaba por mantenerme cuerda en una cosa que no puede describirse de otra manera que no sea  un circo. Cuando me vi harta de tanto equilibrismo sobre falsas amistades, rencores, rumores y envidias, fui destruyendo poquito a poco todo lo que me rodeaba, no dándome cuenta de que en realidad lo único con lo que contaba y peor parado había salido, había sido yo misma.

Tras una clara, y por otra parte, inconsciente autodestrucción, decidí que ya era hora de preocuparse por algo por lo que nadie se había preocupado hasta ahora, dígase preocuparme de mí misma. De sobra ya sabía que de no hacerlo yo, nadie más estaría dispuesto, así que y aún ignorando el cómo, conseguí despojarme de ese sentimiento de fracaso, de esa nula por no decir inexistente autoestima, y me negué a seguir lamiendo mis heridas decida a dejarlas cicatrizar de una vez por todas.

Y así fue como, un año después, tras haber dejado el instituto, tras haber conseguido lo que todos se negaban a creer que conseguiría y tras haber demostrado que soy más que capaz de hacer todo lo que me proponga, siempre y cuando me lo proponga, puedo decir que a pesar de haberlo pasado tan mal, de haber tirado la toalla y de haber dejado de luchar, no cambiaría absolutamente nada de mi vida pasada.
De pequeña siempre dije que quería hacer de mi vida una gran obra de arte, cierto es que nunca he sabido dibujar, y que mis dotes musicales son del todo nefastas, pero el hecho de haber sobrevivido a este último año me da más que de sobra, el derecho de poder decir que si mi vida no es una auténtica obra de arte, que baje Dios y lo vea.

Había tenido que enfrentarme día a día al hecho de cruzar la puerta del colegio y sentirme totalmente desprotegida, y lo había consigo, cada día cruzaba esa puerta a sabiendas de que ahí dentro la mejor baza que podía jugar era cuidar de mí misma. Incluso cuando el cansancio, la frustración y la falta de lógica alguna sobre lo que pasaba en mi vida me hicieron olvidar qué papel tenía que jugar en la misma, seguí adelante, herida y perdida, tomando nefastas decisiones que no hacían más que complicar de por sí, el pésimo estado inicial. Claro está que me vino de perlas terminar el instituto, lo cual me permitió ver con otros ojos la sucesión de fracasos coleccionados.
Después, el subidón de dar carpetazo, de conseguir graduarme y de decir adiós a todas esas personas nocivas, trajo consigo las ganas y la vitalidad necesarias para aprovechar el tiempo perdido y dicho sea de paso, para poner cada una de las cosas (y también personas) en su lugar.
Cambié radicalmente el sentido de mi vida, sorprendiéndome a mi misma y cambiando a última hora de carrera tras todos y cada uno de los quebraderos de cabeza que supuso el hecho de ser una “letrasada” luchando por una plaza en una carrera de ciencias. Y sí, la conseguí, y no solo eso, si no que despunté en todas y cada una de las asignaturas recibiendo felicitaciones y alguna que otra oportunidad añadida. Y así fue como pasé de ser la niña a la que nunca nadie le daba la oportunidad de nada en la vida, y que por descontado ella nunca la exigía; a ser la chica que rompió el molde y que cerró de un golpe seco, todos los posibles debates que podrían existir acerca de si estaba o no capacitada.

Joan como no, jugó un papel primordial en ese giro de 180 grados dado a mi vida. Gracias a ella, el pesimismo y la desgana que años atrás se había apoderado de mí, comenzaron poco a poco a desvanecerse, siendo remplazados por optimismo, vitalidad y ganas de bronca. Siempre recordaré el momento en que Joan reconoció que yo era chunga de carácter, mientras que ella lo era de vestimenta.
El hecho de no haber tenido a nadie que luchase nunca por mí, había generado en mí las ganas de ser esa persona que siempre estaría dispuesta a dar lo que hiciese falta por aquellas personas a las que quería. Y en cierto modo, lo conseguí.

Había ganado las dos batallas más importantes de mi vida en tiempo record. En solo cuestión de un verano, había decidido mi futuro en base a lo que quería hacer con mi vida, había descubierto quién era y por fin, había comprendió cómo todo lo que había ido pasando me había afectado realmente. Descubrí que todo gran vacío puede contrarrestarse, que ninguna persona es imprescindible, pero que todas y cada una de ellas te dejan un algo especial. Que no merece la pena desear volver al pasado, sino que este ha de ser una mera pauta para guiar tu presente, permitiéndote conseguir en tu futuro lo que deseas, y que sobretodo, y hasta que el cuerpo aguante, una lucha  especialmente con o contra ti mismo, nunca debe abandonarse, porque todo cuanto esté en tu mano hacer, has de hacerlo y es de vital importancia, porque nunca se sabe si nadie más puede hacerlo por ti. Pero sobretodo, y segura al ciento diez por ciento, había encontrado las personas adecuadas con las que poder compartir mis penas y glorias, ratificando mi desde siempre corazonada de que por mucho que lo intentemos y nos neguemos a ello, nuestra felicidad siempre tiende a depender de otras personas, pues, al fin y al cabo, es con ellas con quien se comparte o con quien se añora. Poco a poco la balanza empezaba a reequilibrarse a mi favor.

Es cierto también que tanto espíritu propio del romanticismo, bastó para abrirme los ojos en cuanto a relaciones se trataba. Años atrás me había visto obligada a recluir o retener cualquier tipo de emoción, haciendo poco a poco que la alegre chica de sonrisa despreocupada se volviese introvertida, fría y en ocasiones inaccesible, acabando así completamente con todo lo que en su día me había definido y caracterizado.
Ahora, tras una sucesión de buenas decisiones, tras asumir que resignarse no era una opción, y tras descubrir que era capaz de trasformar todo ese sufrimiento en fuerza, había una parte de mí que se encontraba vacía, exenta de emociones y significado. En realidad sonaba estúpido pero, simplemente quería enamorarme, y Martin estaba ahí. Siempre había dado por imposible que él pudiese enamorase de mí, algo muy en el fondo sabía que seguir intentando cualquier vago acercamiento a él no desencadenaría otra cosa más que sufrimiento, por mi parte.
Había visto y además en varias ocasiones, como recurría a mí en busca de su pequeño kit de supervivencia, y como se marchaba igual de rápidamente con otra y nunca quedándose conmigo. El por qué nunca fui suficiente para él será una duda que siempre me persiga. Mientras tanto, él volvía a llevarse una página más de una historia que empezaba hacía ya años y que se encontraba formando parte de un capítulo que ya empezaba a extrañar un final, ya fuese bueno o malo.

No saber que éramos o ni si quiera qué nos había pasado, fingiendo importarnos de la manera más protocolaria posible, acababa conmigo hasta tal punto que no sabía cómo sentirme cuando tenía noticias suyas o veía su rostro entre la multitud en los bares. Podría decirse que enamorarse un poco más de la cuenta fue una mala inversión, pero ni si quiera estaba segura de que realmente eso hubiese sido lo que nos hubiese sucedido. Simple y llanamente se puede hacer lo adecuado con la persona adecuada, pero de no ser en el momento adecuado, todo torcerse. En definitiva que él acabase de salir de una relación, que yo estuviese falta de afecto y que siempre que estábamos juntos, de una forma u otra, alguno de los dos la cagase, anticipaba que desde luego el momento no era el propicio. Aunque no sería del todo justo culpar al destino, pues al fin y al cabo, la indiferencia mostrada por Martin durante todos estos meses no dejaba duda acerca de si yo era o no, su persona adecuada.



En ese mismo instante el pitido que indicaba que era hora de abrocharse el cinturón, me recordó que estaba a punto de regresar a mi ciudad, la ciudad que me había visto reconvertirme sí, pero al fin y al cabo una ciudad llena de fantasmas, de recuerdos amargos y de caras que quisiera olvidar.
Esta semana había fantaseado con iniciar una nueva vida, la vida que llevo tiempo ansiando edificar, por eso después de estar una semana buscándome la vida alejada de todo cuanto me impedía vivirla en paz, el hecho de regresar a casa se había convertido en una auténtica pesadilla, y es que en ocasiones, cuando las circunstancias se salen extraordinariamente de lo normal, el mundo se vuelve raro y parece que ya no será posible recuperar la vida de antes.
Y en cierto modo era así, ya nada volvería a ser como antes porque lo anterior no era más que el principio del fin de un modo de vida que ni me convenía, ni quería de vuelta.

Por el momento, las alas del avión seguían cortando un aire que, a medida que íbamos perdiendo altitud, iba espesándose a causa de las nubes negras, la niebla y el agua. Miré una última vez por encima de mi cabeza, el cielo  azul parecía seguir allí, lo cual me recordó que venirse abajo era la opción fácil. Comenzaban a diferenciarse los primeros edificios, esa era mi ciudad, aquella en la que durante tanto tiempo había estado condenada pero que tantas cosas me había aportado.
En ese momento, sentir como Joan apretaba fuertemente mi mano y en dirección a la ventana señalaba tan entusiasmadamente un edificio, me reconfortó por completo.

   ¡Hostia mira Em! Pero si desde aquí se ve perfectamente nuestro colegio.

domingo, 14 de octubre de 2012

Definitivamente, odio volar. Bueno, no es que lo odie, a decir verdad me parece fascinante, quizá demasiado fascinante, tanto que hasta me asusta. Pensar que estás a miles de metros de altura, sin absolutamente nada debajo de tus pies es asombroso... pero a la vez me produce escalofríos. No podía apartar la mirad de Em, incapaz de entender cómo podía mantenerse tan tranquila, mirando con indiferencia a través de la ventanilla. Aunque bueno, si el precio de una semana de libertad, a cientos de kilómetros de mi vida, era tener que pasar una hora metida en este cacharro metálico... supongo que podría soportarlo.

Y así sin más, cerré los ojos mientras sentía como aquel avión se elevaba cada vez más rápido, deseando en silencio que todos mis sentimientos y mis miedos se quedasen en tierra.

[...]

Aquella ciudad tenía algo, no sé exactamente qué, si era el mar o el ambiente de las calles, pero definitivamente tenía algo. Barcelona siempre me ha parecido un sitio para poder pasear y perderse entre sus calles, y desde luego es una ciudad que no deja de sorprenderme con algo distinto a lo largo de cada día que paso en ella. Y cómo no, era la ciudad con más tiendas de vinilos, instrumentos y de música en general por metro cuadrado en la que jamás había estado. Ya veis con que poco se puede hacer feliz a una mujer. Pero no puedo olvidarme de Em, que aprovechaba el más mínimo despiste por mi parte para meterme de cabeza en alguna tienda de ropa, generalmente vintage o de segunda mano. En un intento por llegar al apartamento, habíamos encontrado una calle muy peculiar, llena de pintorescas tiendas y que se había convertido en una parada obligatoria en el camino de vuelta de todos los días. “Porfiii, ¡sólo una más!” decía Em mientras tiraba de mi para meterme en otra tienda de ropa. ¿Cómo podía negarme? Tenía la misma cara que un niño en Navidad, y después de todos estos meses de innumerables chascos su simple cara de felicidad por las cosas más absurdas ya me alegraba el día a día. Así que yo estaba en un rincón de aquella tienda tratando de encontrar una beisbolera de mi talla mientras Em corría al probador con una montaña de ropa que dejaría a su tarjeta de crédito literalmente echando humo. Yo seguía concentrada en mi búsqueda cuando el dependiente, obviamente extranjero, se acercó a preguntarme, en un castellano que apestaba a acento escocés, si necesitaba alguna talla. Levanté la vista hacia él y entonces lo vi: aquellos ojos... Robert. Por supuesto que aquel chico no era él, pero desde luego que el parecido era extraordinario. Todavía en mi asombro balbuceé un par de palabras para darle largas y me volví hacia la ropa, con el recuerdo de Robert aún en la cabeza.

Robert y yo nos conocimos una tarde de septiembre, cuando aún se podía sentir el calor del verano en los huesos. Como todos los días desde hacía un año, Daniel yo volvíamos juntos del instituto. Por aquel entonces las cosas con mis antiguas amigas no estaban muy bien, más bien, habíamos llegado a un punto de ignorancia mutua en el que yo me había cansado de seguirles el juego continuamente y ellas a modo de castigo se limitaban a pasar de mi. Las únicas excepciones a mi castigo, cómo no, fueron Em y Tina, aunque a día de hoy yo sigo pensando que Tina siguió hablándome por la simple razón de que yo era la única del grupo que había elegido el bachiller tecnológico, por lo que estaba en su misma clase, y por lo tanto la única a la que robarle los ejercicios de Física. A pesar de todo esto yo seguí adelante con mi vida sin darle la menor importancia a todo aquello, ya que no necesitaba a un grupo  de amigas falsas y mentirosas como lo eran ellas. El cambio al instituto me había venido bien, había conocido a un montón de gente nueva y Em siempre estaba a mi lado, no necesitaba nada más. Y entre todos ellos estaba Daniel, un chico bastante peculiar: mujeriego, heavy y por tanto siempre vestido de negro y con la camiseta del grupo de turno, con una larga melena castaña mejor cuidada que la de la mayoría de las chicas de la clase y caminando siempre con un aire majestuoso. A pesar de estar en mi misma clase era un año mayor que yo, tocaba el bajo en un grupo de rock alternativo y era un fan incondicional de Metallica por lo que no tardamos mucho en llevarnos bien, así que cuando me quise dar cuenta había cambiado las charlas insustanciales  de vuelta a casa con mis “amigas”, en las que siempre se criticaba a la amiga ausente de turno, por la compañía de Daniel, con nuestras largas conversaciones sobre música y guitarras. Incluso Tina se cansó de ir detrás de mi por mucho que le conviniera (académicamente hablando), así que aquella tarde de septiembre lo único que me quedaba de ellas eran sus continuas miradas recelosas y cuchicheos desde la otra punta del patio.
El trayecto hacia casa transcurría con la aparente normalidad de siempre, cuando de pronto algo llamó la atención de Daniel: un chico le sonreía acercándose a nosotros mientas saludaba con la mano. Daniel le saludó dándole un golpe amistoso en el hombro y ambos comenzaron a charlar animadamente ignorando mi presencia, momento que yo aproveché para examinar más detenidamente al desconocido: alto, moreno, pelo ligeramente largo, piel bronceada, cara amable con barba de dos o tres días, unos dientes que pedían a gritos una ortodoncia... Su voz en cambio era tranquila, pero lo que más acaparó mi atención en aquel momento fueron sus ojos color aguamarina. Fríos, penetrantes, para nada me esperaba unos ojos así en aquella cara tan bonachona. En ese momento Robert pareció percatarse de mi presencia, clavando sus ojos en mi apenas un instante, lo que bastó para que yo me sonrojara y no levantara la vista del suelo hasta que Robert se fuera. Solos de nuevo, Daniel me explicó que aquel chico se llamaba Robert y era el guitarrista y fundador de su grupo e, inmediatamente, retomó el tema que tanto le asustaba: el examen de matemáticas del día siguiente. Bueno, o eso creo, porque en aquel momento yo ya no podía prestar la más mínima atención a las integrales. Robert. Definitivamente, existe el amor a primera vista.

[...]

Aquella euforia por Robert no duró mucho, ya que apenas unas semanas después de aquella primera “toma de contacto” yo ya me había olvidado completamente de él y tuvieron que pasar unos cuantos meses para que nuestros caminos volvieran a cruzarse de nuevo. Aquella noche había sido como otra cualquiera: una cena tranquila y varias copas con los amigos en los locales nocturnos de la ciudad hasta que, uno tras otro, los chicos se iban despidiendo a sus pertinentes horas de toque de queda para dejarnos a mi y a Amanda solas, momento que gracias a nuestro abundante metro setenta (y a nuestras minifaldas, todo sea dicho) aprovechábamos para ir a alguna discoteca a las cuales teníamos el acceso vetado por ser menores de edad. Pero aquel día, no sé muy bien por qué, cambiamos de idea y decidimos ir a uno de esos baretos que tanto nos gustaban a las dos en los que el rock es el himno nacional y la cerveza la bebida por excelencia. Amanda y yo estábamos sentadas tomando algo en la barra cuando una silueta acaparó toda nuestra atención: el dj había puesto una canción de Muse a todo volumen y un chico se había precipitado a la pista de baile a una velocidad vertiginosa, bailando cada nota de aquella canción cómo si no hubiese un mañana, ante la estupefacción de sus amigos. Ambas estábamos mirando asombradas aquella escena cuando el chico se dio la vuelta en uno de sus incontables pasos de baile. Mi pulso se aceleraba por momentos, aquellos ojos no podían mentir: sin duda era él. Rápidamente miré hacia otro lado, pegué un trago a mi Coronita, y puse a Amanda al corriente de la situación. Sí, Robert estaba a tan solo unos escasos metros de nosotras, definitivamente aquella ciudad era un maldito pañuelo. 
Amanda no paraba de insistir en que tenía que acercarme a hablar con Robert, pero mis piernas temblaban demasiado como para soltarme de la barra. ¿Y si no se acordaba de mi? La situación ya era lo bastante humillante de por sí, así que me negué en rotundo a hacer más el ridículo. En ese momento Robert se acercó a la barra y, sin quitarme la vista de encima, comenzó a hablar con el dj, probablemente para pedirle alguna otra canción de Muse. Aquello me superaba, así que agarré el brazo de Amanda y tiré de ella hasta llegar al baño. Atranqué la puerta, apoyé ambas manos en el lavabo y respiré hondo. Aquellos ojos... apenas le conocía, ¿cómo podía perturbarme tanto? Aquello no podía seguir así, tenía que tranquilizarme y recuperar la compostura. Me miré en el espejo mientras Amanda aporreaba la puerta para comprobar que no estaba en pleno ataque de pánico. “¿Qué estás haciendo? –le pregunté a mi reflejo– Ya está bien, deja de comportarte como una cría y afronta las cosas, porque no has llegado tan lejos para quedarte encerrada en este maldito baño mugriento”. Esa era la dosis de realidad que necesitaba, así que abrí la puerta y salí del baño con una confianza poco habitual en mi, tan poco habitual que hasta la propia Amanda se quedó asombrada. 
Volvimos a la barra y pudimos comprobar que Robert había vuelto con sus amigos como si nada hubiera pasado, pero entonces Amanda y él cruzaron una mirada de complicidad y, como si se hubiesen leído el pensamiento, Amanda se excusó diciendo que tenia que ir al baño dejándome allí completamente sola ante el peligro. Todavía estaba pensando qué hacer cuando Robert se acercó sigilosamente a mi y me sonrió.

– No quiero sonar poco original, pero tu cara me suena de algo... ¿vienes mucho por aquí?
– Vaya, pues lo has hecho –le contesté en medio de una carcajada.
– Oh no, ahora vas a pensar que soy un chico sin personalidad, pero es que me resultas demasiado familiar, creo que te conozco de algo, pero no sé muy bien de qué. Aunque claro, puede que todo sea fruto de mi mente alocada y perversa, que tampoco te diría yo que no.
– En realidad si que me conoces, así que puedes estar tranquilo, no estás loco... o al menos eso creo.
– ¡Lo sabía! Es que llevo un rato mirándote y... ¡mierda! Ahora aparte de loco vas a pensar que soy un acosador, que pésima primera impresión te estoy causando. By the way, soy Robert.

No pude evitar reírme de nuevo, este chico... sencillamente era encantador.

– Joan, encantada de conocerte.
– Joan... Joan... ¡Claro ahora caigo! Tú eres la amiga de Daniel, la que colecciona púas.
– Vaya, ahora sí que empiezo a sentirme un pelín acosada.
– No, no, puedes estar tranquila, es que Daniel siempre habla de ti cada vez que se le pierde alguna... y créeme, pierde muchas.

Y seguimos hablando, dejando que la noche fluyera, escapándose de entre nuestros dedos, así como lo hacían las palabras. El bullicio del bar parecía haberse esfumado por completo, solamente estábamos Robert y yo, de pie uno frente al otro. No tenía la más remota idea de dónde se había metido Amanda, pero en aquel momento era lo que menos me importaba. De pronto, las palabras parecieron agotarse, y nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. Por primera vez sus ojos me parecieron cálidos y amables, así que dejé de lado todos mis miedos y me dejé llevar, perdiéndome en ellos. 

El sonido de mi teléfono nos hizo volver a la triste realidad. La llamada de Amanda suponía el final de la noche, la hora en la que teníamos que ir al encuentro de nuestros padres que, viéndonos como dos pipiolas indefensas, acudían cada sábado a buscarnos para llevarnos a casa. Robert y yo nos miramos. No hizo falta añadir nada más, ambos sabíamos que era el momento de poner los pies en la tierra.

– ¿Volveré a verte? 
–  No se me ocurre un motivo para que no puedas hacerlo –sonreí.
– Ahora mismo no tengo teléfono, pero me las ingeniaré para encontrarte... y si no, ya sabes dónde localizarme, ensayo aquí con el grupo todos los días.

Me di la vuelta para irme, pero Robert me cogió el brazo, haciendo que me diera la vuelta para darme un último beso. Verdaderamente, aquello era el principio de algo.

sábado, 16 de junio de 2012


«Mandinga everyday. Mandinga, zaleilah...
 Asi, asi, vamos alla. Zaleilah, everyday, everybody »

Vuelta en la cama. Flash-back de momentos vividos horas antes. Vuelta en la cama, esa conversación, esa mano, ese tequila…
Angustiada, harta y exhausta me incorporé dispuesta a echarle la mano al móvil y comprobar la hora que era. Pero, ¿Qué móvil? ¿El mismo que me habían robado la noche antes?
A oscuras tantee vagamente la pared en busca del interruptor de la luz, un fogonazo de luz blanca me descolocó. Definitivamente mi padre no había dado en el clavo a la hora de elegir los watios de la bombilla.

Sentada en la cama recapitulé la noche anterior. Había bebido lo suficiente como para que una declarada abstemia como yo, cayese totalmente inconsciente sobre la cama. ¿Por qué no podría haber sido así?

Sentí como un escalofrío me recorría la espalda a la vez que fragmentos de una conversación con Joan llenaban mi mente espesa.

   Qué extraño, tú y yo solas y a las tantas por la calle, tú sobria y yo ebria… ¡parece que el mundo se ha puesto del revés!  

   No, sólo parece que hoy ha sido a ti a la que le ha tocado encontrarse al chico y beber hasta olvidar.

Y cuánta razón tenía. Joan y yo llevábamos tiempo sufriendo la una en la piel de la otra. La amistad que nos unía era irrefutable pero afianzada todavía más en el momento en el que a las dos y a la vez, nos rompieron el corazón exactamente por los mismos motivos.
“El enemigo”, como habíamos denominado jactanciosamente a los respectivos responsables de nuestro dolor, nos había dejado a las dos con las mismas dudas, preguntas sin respuesta, y con el mismo sentimiento de vacío en el interior que aprovechábamos a llenar con cualquier otra cosa que pudiera amortiguar el sufrimiento.
Y es que de nada servía intentar poner en orden y en conjunto nuestros pensamientos y/o sentimientos si lo único que podíamos aportarnos la una a la otra era un mísero “te entiendo”, nada más.

Suspiré profundamente. La profunda empatía que sentía hacia mi mejor amiga no me hacía sentir para nada mejor. Afortunadamente y en plena crisis emocional por parte de ambas, causada tanto por el estrés de los exámenes, como por la falta de respuestas y de entendimiento, habíamos sido lo suficientemente listas como para mirar por nosotras mismas. De la noche a la mañana y desatendiendo tareas más importantes, decidimos aprovechar una oferta de última hora y danzar rumbo a Barcelona. Nuestro vuelo despegaba mañana mismo.

Me puse de pie de un salto, la debilidad arraigada fuertemente en mi interior hizo que me marease, y llevando concienzudamente mi mano hacia la cama intenté estabilizarme.
La noche de ayer, hoy de madrugada… ¿pero qué más da en realidad? Había sido auténticamente extraña. Empezando por el robo de mi bolso y acabando por mi borrachera, mirase por donde se mirase, eso no podría acarrear nada bueno.
Yo, tan responsable como presumía ser, acabé desplumada, sin bolso y mucho menos teléfono, dinero o identificación alguna, en medio de una juerga post exámenes a la que yo muy animadamente me uní. Lloviendo como llovía y bajo la estricta compañía de mis chicos, fuimos bar por bar bebiéndonos hasta el agua de los floreros.
Joan que estaba en una exquisita fiesta de cumpleaños, se unió desgraciadamente lo suficientemente tarde como para vivir la peor parte de la fiesta. Ahora la verdad es que me avergüenzo bastante.
No obstante y gracias a dios, se encontraba presente en el momento álgido de la noche que culminó con un extraño encuentro entre Martin y yo.

¡Martin! Tres meses sin verle, casi dos sin noticias suyas… El corazón me dio un vuelco al verle. Recuerdo haberme quedado inmóvil deseando ser un ser inerte, un mero objeto de decoración que pudiese pasar fácilmente desapercibido. Mientras tanto, sentir su mano tocando mi espalda desnuda a causa del escote del vestido, me desencajó. No obstante el hecho más extraño fue que, una vez recuperé la compostura y me giré esbozando una patética sonrisa, la atención de Martin no estaba dirigida a mí, sino a Joan que me miraba expectante y asombrada. ¿Qué fue lo que Martin le dijo? Ni se sabe. La conmoción del momento flotaba en el aire aún incluso después de que Martin se hubiera colocado al otro extremo de la barra.
No dije nada, me limité a levantar mi vaso de chupito ya vacío en dirección al camarero para que nuevamente lo llenase. Tequila. Tras el mal trago pasado y dudosamente a causa del alcohol, estiré sin pensarlo el brazo y frené a Martin en plena maniobra de escape justo delante de mí. ¿Qué tal? ¿No piensas darme dos besos? Genial, me pone cara de circunstancia… ¿PERO QUÉ COJONES…? Y así sin más, se fue.

A la mierda nuestras conversaciones, a la mierda las confesiones que le hice y que bien claro me queda que no supo valorar. Yo, una persona que evita cuanto menos hablar de sentimientos, emociones y del pasado, sobretodo del pasado, había decidido abrirme a él y ni siquiera Dios sabe por qué.
Yo, que presumo de ser fuerte y responsable, solita y sin ayuda me encargue en una noche, de desmentir todo esto y revelar que en realidad soy simplemente, estúpida. No sé si quiera como me siento, mal, claro está, pero soy incapaz de definirlo. Simplemente destrozada.

De golpe me entraron unas ganas terribles de llorar, decidí que todo este tiempo me había sentido tan segura de mi misma y de haber pasado página, sólo por el mero hecho de que evitaba a toda costa cualquier acción que tuviera como resultado un posible encuentro entre ambos. Y precisamente el hecho de evitar a Martin era el que evidenciaba que aún no lo había superado.

Apagué la luz y cerré los ojos fuertemente. Una vez me sumergí en medio de la penumbra me apoyé en la cama y echando totalmente la cabeza hacia atrás, quise evitar que las lágrimas se me escapasen. No quería llorar, no pensaba hacerlo en realidad.
Justo y en el preciso instante en el que mis ojos volvieron a la normalidad, unos golpecitos en la puerta me sacaron de cualquier rincón oscuro de mi mente en el que me encontrase.

   Emily despierta. Tienes que ir a poner la denuncia.

El tono amenazante de mi madre denotaba que seguiría sufriendo a mis padres actuando de manera trágica durante al menos, lo que quedaba de día.
Levanté de golpe la persiana. Estupendo, hace sol, y yo ayer empapándome para nada.
Apenas desayuné, mi comportamiento camicace de la noche anterior había fomentado cuanto menos, la aparición de úlceras estomacales.

Dos horas y media después, 157 páginas más leídas de mi libro, y sin noticia alguna del mundo exterior, aparecía nuevamente por casa igual de zombi que cuando me había levantado. No era persona.
Me senté en la cama. Un último recuerdo antes de fijar mí vista en la maleta a medio hacer. De una mala, me dije a mi misma, mañana pongo tierra de por medio. Nuestro viaje esperado, con un poco de suerte Joan y Em al estilo puro. Lejos problemas, fuera complicaciones.
La anterior vez había bastado un viaje para olvidarle, y yo misma lo había dicho, la anterior vez. ¿Cuántas más serían necesarias para poder decir que realmente se acabó? A este paso o acabaría con mis ahorros o tendría que cambiar de ciudad.
La noche anterior me había servido como precedente para saber que, al contrario de lo que presumía, seguía matándome por dentro el hecho de verle al otro lado de una habitación y saber que no tengo, y que realmente nunca tuve, derecho a atravesarla y de irme con él.

Me arrodillé ante la maleta y empecé delicadamente a guardar la ropa mientras, nuevamente, el último recuerdo antes de desviar mi atención hacia la maleta, regresaba a mi mente.
Se trataba como no de Martin, de él y yo despidiéndonos por última vez y apenas dándonos un beso antes de que el siguiese calle adelante, como si aquel gesto fuésemos a repetirlo reiteradas veces en nuestra vida. Recuerdo volverme y ver como se marchaba y desaparecía.
En realidad, el número de imágenes que he recuperado de mi mente de Martin yéndose, son infinitamente más numerosas que las de él sonriendo por mí.

Definitivamente eso fue todo cuanto bastó para que las lágrimas que había estado reteniendo se deslizasen por mi mejilla. Lo había vuelto a conseguir, sin proponérselo y seguramente sin importarle, pero me había vuelto a destrozar. Y mientras tanto él vivía ignorándolo.

viernes, 15 de junio de 2012

– ... y bueno, supongo que eso es todo –dije con un gesto resignación.

–  Alucino tía. En serio. No me lo puedo creer.

Supongo que Em necesitaba un pequeño lapso de tiempo para asimilarlo todo y soltar lo que pensaba. Y conociéndola lo iba a hacer en 3...2...1...

– ¿¿Pero de qué va este tío?? ¿¿Es en serio?? ¿¿Pero quién se cree que es?? ¿¿Una relación estable?? Si claro hombre, y yo soy un pollo ¿no? Alucino, en serio que alucino.

Sí, esa era justo la reacción que esperaba oír. Abracé mi taza con ambas manos mientras miraba a Em, que seguía absorta en su discurso poniendo verde a Jake, con una leve sonrisa en los labios. Sí, definitivamente esa era Em. Lo cierto es que no la estaba escuchando, pero tampoco me hacía falta hacerlo porque sabía perfectamente lo que me estaba diciendo. Em y yo somos amigas desde que éramos unas crías, cuando ella se mudó a la ciudad y comenzó a estudiar en la misma escuela que yo. A día de hoy no soy capaz de recordar cómo nos conocimos exactamente, pero lo que sí que recuerdo es que, ya por aquel entonces, Em y yo éramos bastante distintas la una de la otra: Em era, no sé, tan mona, risueña y extrovertida, hablaba con todos y siempre estaba rodeada de amigos mientras que yo... bueno, yo era yo, la chica que medía un palmo más que el resto y siempre iba con su guitarra a la espalda intentando no llamar demasiado la atención. A estas alturas de la película seguro que todos os estaréis preguntando que cómo fue posible que dos personas tan distintas llegaran a entenderse tan bien... pues la verdad es que ni yo misma lo sé. Quizás sí, Em y yo éramos muy diferentes, pero con el tiempo me di cuenta de que, en el fondo, éramos iguales, y puede que por eso a día de hoy nos baste con una mirada para entendernos sin necesidad de decir o hacer nada más.

– Joan, ¿me estás escuchando? Aggg en serio, ¡odio al enemigo!

No pude evitar soltar una pequeña carcajada mientras miraba hacia ella.

– Créeme que lo sé Em, ha quedado muy claro lo mucho que les odias a los dos.

Después de un par de horas más aburriendo a Em con mis problemas decidí que la pobre ya había tenido su dosis diaria de aguantar las truculentas historias de Joan y Jake volúmenes 1, 2 y 3, así que decidí que ya era hora de volver a casa no sin antes dar un paseo bajo la lluvia, cosa que me encanta. 

A veces pienso que esta ciudad se me queda pequeña. Lo cierto es que, vaya donde vaya, mire donde mire, no hay más que fantasmas. Cada calle, cada esquina, cada pedacito de este lugar tiene grabado algún recuerdo de otro tiempo al que me gustaría volver. Duele ver cómo la vida va avanzando, cómo poco a poco vas pasando páginas mientras ves que nada mejora porque aunque vayan pasando días, meses o incluso años tú pasas las horas reviviendo en tu cabeza los momentos del pasado. Una hora más tarde y después de unas cuantas vueltas por la ciudad llegué a una conclusión: perdida, sí, supongo que así era como me sentía yo en aquel momento. Lo cierto es que toda mi persona era un revoltijo de sentimientos contradictorios. “Se acabó” pensaba una y otra vez mientras echaba un vistazo a mi maleta, aún medio vacía. Me pregunto por qué es tan difícil seguir adelante. Me di la vuelta, abrí el armario y empecé a revolver entre mi propio caos para encontrar algo con lo que llenar mi maleta.

En aquel momento me di cuenta de que había renunciado a demasiadas cosas por culpa de Jake: tenía olvidados mis CDs de Metallica, y tampoco había vuelto a ponerme mi camisa roja de cuadros ni mi camiseta de Nirvana, supongo que ahora, en plena postguerra, los veía con otros ojos porque todo me recordaba a él. Así que me harté: ¿cómo podía un tío, que ni siquiera se había atrevido a decirme que se estaba enamorando de mi, venir y apartarme de aquellas cosas que me hacían ser quien soy? “Se acabó”, pensé una vez más. Encendí el equipo de música, rebusqué entre mis discos hasta que encontré “Master of Puppets” y le di al play mientras tiraba la camisa roja y la camiseta de Nirvana dentro de la maleta. Bien, si no podía borrarle de mi mente al menos tenía que hacerlo de mi teléfono, así que cogí el móvil, abrí el chat de Jake y miré fijamente la pantalla, esperando a que pasara algo que me hiciera cambiar de idea: “¿Está usted seguro de que desea borrar el historial?”. Cerré los ojos y suspiré. Aceptar. “No hay mensajes”. 

Volví a enterrar el móvil entre toda la ropa para no pensar en Jake y eché un vistazo a mi alrededor. Tiene gracia: lo cierto es que mi habitación reflejaba exactamente el caos que era mi vida. Seguí guardando ropa disfrutando de cada nota de la música hasta que un pitido logró traerme de nuevo a la realidad, así que revolví la ropa una vez más para encontrar el móvil.

“¿Qué tal chiqui? Como ves he desempolvado el móvil viejo así que ya vuelvo a tener conexión con el mundo exterior.”

Y así sin más una persona salía de mi teléfono para darle la bienvenida de nuevo a otra mucho más importante.

sábado, 14 de abril de 2012

Y ahí estaba ella, con la frente plagada de pequeñas gotitas de sudor frío, sufriendo aquellos escalofríos que le recorrían de arriba abajo el cuerpo. No lo podía entender. ¿Cómo algo que en aquel momento había quemado tanto, la había encendido como nunca y la había hecho disfrutar por primera vez en mucho tiempo, podía ahora recordarse de una forma tan fría y distante?.

Em, que se estaba debatiendo entre el gélido frío de su cabeza y el ardiente deseo de su interior, solo logró deducir de todo aquello que se había quedado anclada en el pasado. Atada a un pasado no tan lejano pero que, pensándolo bien, de aquella noche la separaban muchas otras noches.
Empezaba a odiarlo, lo odiaba con todas sus fuerzas. Nada de lo que había hecho hasta entonces conseguía sacar de su cabeza aquella noche que pasó con Martin. Noche de pasión, de deslices, de que nada importase salvo ellos dos, noche de esperanza soñando con que al despertar todo se habría arreglado. Noche que pasó tan rápido como llegó y que la dejó más vacía de lo que ya se encontraba.

Vuelta en la cama. Em mira fijamente la oscura pared carente de toda forma o figura, sin embargo ella, revisa una y otra vez aquella noche como si de una película proyectándose sobre su pared se tratase.
Como era de esperar, a malas noches les siguen malos días, y para empezar, el día ya había empezado mal.
Era Domingo, de esos asquerosos domingos que no hace más que llover y que las únicas fuerzas que puedes sacarte de debajo de la manta son aquellas que te hacen querer mandarlo todo a la mierda.

Sonó el despertador. Em se había quedado sin salir la noche antes pretendiendo levantarse temprano a estudiar.
Nueve de la mañana.
Con tanto cabreo como sueño,  se enfundó los vaqueros y unas botas y con el máximo sigilo que sus ganas y ánimos le concedieron, enchufó al perro a la correa y lo sacó a pasear.
Sigue lloviendo.

   ¿Para qué se necesita un paraguas?

Después de comprar pan recién hecho y tras una vuelta rápida donde, por desgracia, había terminado de ver la idílica escena del sol terminando de salir, volvió a casa al ritmo de "So What", agitando el cuerpo en un desesperado, y por otra parte patético intento de sacarse de dentro todos aquellos pensamientos negativos.
Su desayuno favorito.
Poco duró la repentina paz que le brindaba su cocina solitaria apenas iluminada dado que las oscuras nubes negras permitían poco más que una fría ducha de realidad. Su madre apareció en pleno momento melancólico con Em apoyada en la pared y mirando llover a través de la ventana.

   Que pronto te has levantado, ¿tienes que estudiar?
   Siempre…
   ¿Qué tal llevas el examen?
   Bien, bien, sin problema…

Já! Había sido totalmente incapaz de sentarse a estudiar en toda la semana. Su nivel de interés por cualquier cosa estaba rozando mínimos hasta ahora nunca vistos en su historia.
Recogió su plato y apurando al máximo su último trago de café, desapareció por la puerta sin despedirse, y en el momento justo. Su padre recién levantado bajaba por las escaleras sintonizando su matinal emisora de radio favorita.

A espaldas de Em, y mientras esta subía las escaleras, la voz tosca y amortiguada de las tertulias de la radio empezó a sonar a todo volumen.
Em sonrió irónicamente, en esa casa no había mucho de lo que hablar ni nadie que pareciese inmutarse de nada.


13:00 pm
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Fueron pasando las horas y el único conocimiento que Em había adquirido de sus muchas “horas de estudio”, era que su nivel de cansancio tanto físico como psicológico y emocional, y sobre todo, sus ganas de estudiar eran inversamente proporcionales a la cantidad de cosas que tenía pendientes por hacer. Decidió tomarse un descanso pensando que, ilusa de ella, aprovecharía la tarde y recuperaría las horas perdidas.

Qué sarcástico, en realidad nunca recuperaría las horas que perdió, desaprovechó y malgastó esperando a un hombre que jamás estaría preparado, y no solo para tener una relación, sino que jamás estaría a su altura.
Esa mezcla de sentimientos se fueron convirtiendo en una enorme bola que en su estómago ardía más que cualquier deseo que pudiera sentir hacia él.
Sentía rabia de todo el tiempo tirado a la basura y que, puestos a ello, seguía malgastando en él. Qué poca economía emocional estaba mostrando. Se sentía débil y estúpida por ser totalmente incapaz de parar.

Agarró su bolsa de deporte, chica lista, veía lo que se le venía encima. Salió por la puerta bajo la mirada atónita de sus padres que, encajando totalmente en la estampa del vecindario idílico en el que vivía, estaban fregando los platos en familia al son de Frank Sinatra.

Con la música a tope y recién llegada al gimnasio, volvió a debatirse en su fuero interno en cómo sacar la rabia que llevaba dentro.
Cinta. Correr… querer huir de los problemas, aumentar el ritmo esperando alejarse de todo sabiendo que realmente seguiría en el mismo sitio, o, ático, añorada caja de cristal donde cualquier problema quedaba fuera.

Subió las escaleras intentando controlar las repentinas emociones que se sumaban a su bola estomacal, buenos recuerdos salpicados del sabor agridulce de la cobardía y de la falta de fe o esperanza.
No recordaba la última vez que había estado allí, bailando fuertemente agarrada a esa barra que, en cuanto la música empezaba a sonar, era todo cuanto la mantenida anclada al suelo.
Al fin llegó, doblada y jadeante, pero convencida de que valdría la pena.
Miró a su alrededor, estaba sola y en silencio, todo seguía en su lugar. Para su sorpresa y a pesar de la oscuridad del día, la sala estaba totalmente iluminada sólo, por y a causa, de la luz natural.
Se bajó los pantalones, sus viejas y ya gastadas mallas de Ballet resplandecieron más que nunca. De repente se sintió segura.

Em era perfectamente consciente de cuál era su debilidad y sabía que, en aquel momento, caer de nuevo en ella no haría más que complicar las cosas. Le dio igual, allí, subida sobre sus puntas y sosteniendo todo el peso de su cuerpo sobre sus doloridos dedos de los piés, decidió que por un día, volvería a sucumbir en el carácter impenetrable que tanto la había caracterizado tiempo atrás. De nuevo volvería a esconder sus pensamientos, sentimientos y emociones para sólo así, y por su propia cuenta, como hasta ahora, solucionarlos y ponerles fin.
La música empezó a sonar y al ritmo que el cuerpo la seguía, su alma y autoestima comenzaban a recomponerse. Sabía que era malo, que estaba edificando el aire, pero le dio igual.
Volvió a concentrarse en esa meta inalcanzable que, a medida que más deseas poseerla, más distante se encuentra de ti. La perfección. Su adicción favorita en la que tantas veces había sucumbido y de la que tanto le había costado escapar.
Y aquel había sido sin duda, el precio que había pagado por su tan ansiada libertad, abandonar todo cuanto tenía para sólo así saber qué de todo aquello, formaba parte de ella en realidad.

Los pensamientos fluían al ritmo que lo hacían sus movimientos. Aquel día, aquella vez. Ese error, ese cambio. Su perdición.
Lo había perdido todo y aún así, nunca se rindió. Esa conclusión fue entonces la que le hizo darse cuenta de que, una vez ya había conocido el infierno, y lo que le estaba haciendo ahora Martin no era más que un mero recordatorio de lo que le podría pasar de no ser adulta, fuerte y no tener agallas.

Dos horas después de esa profunda reflexión, plantó los pies de nuevo en la tierra, y deseo no haber cabreado a sus padres. Llegaba tarde, muy tarde a comer.
Mientras corría en dirección contraria a la lluvia, se volvió y contempló el ático, la enorme caja de cristal en la que había pasado su infancia bailando e intentando encajar. Moviéndose a pausados movimientos con el corazón latiendo a mil por hora, y todos y cada uno de los puntos de su cuerpo bajo tensión. El ballet, aquel gigante desconocido que nunca se le dio del todo bien, pero del que se quedó totalmente prendada en el momento que pisó un escenario.

Y ahí estaba ella, la eterna chica perfecta que, sucumbió en su día ante un desliz. Realmente ante unos cuantos. Dolorida, consciente de que era fuerte y sin temor de reconocer que tenía miedo. Miedo de acabar destrozada por Martin, de perder todo lo que tanto le había costado reconstruir, a ella misma.

Entró por la puerta y tras comprobar que todo estaba en orden, gritó en busca de su madre.

   ¿Mamá? ¡he vuelto!
   Ya veo, te estábamos esperando para comer.
   No mamá, he vuelto a bailar. Quiero volver. Volver al ballet y a ser bailarina.

Su madre no estando muy segura de que decir, la miró con una expresión que hablaba por ella. Por fin volvía a ser ella, la hija que un día se marchó sin decir a dónde y que en su lugar dejó a un zombi viviendo rápido para no pensar.

Y así, aunque conociendo pero ignorando todo el mundo los verdaderos motivos que habían hecho que Em un día se perdiese, recibieron todos con los brazos abiertos la feliz noticia de que al fin, había vuelto.

Y no fue lo único que volvió aquel día. Como cada mes de cada año, a cada mujer cuya edad se encuentra comprendida entre los 12 y los 45 años, algo sorprendió a Emily mientras se duchaba.
No era más que la normalidad. La normalidad de una vida que no aprecias hasta que crees estar a punto de perder.
Y una vez resueltas las dudas sobre si se vería o no forzada a tener que llamarle cargada de malas noticias, honestamente se juró así misma que aquella normalidad era lo último que iba a compartir con Martin.

Y así decidió que sería.

“Que te eche de menos, no significa que te quiero de regreso en mi vida; eres una costumbre, no una necesidad.”