domingo, 14 de octubre de 2012

Definitivamente, odio volar. Bueno, no es que lo odie, a decir verdad me parece fascinante, quizá demasiado fascinante, tanto que hasta me asusta. Pensar que estás a miles de metros de altura, sin absolutamente nada debajo de tus pies es asombroso... pero a la vez me produce escalofríos. No podía apartar la mirad de Em, incapaz de entender cómo podía mantenerse tan tranquila, mirando con indiferencia a través de la ventanilla. Aunque bueno, si el precio de una semana de libertad, a cientos de kilómetros de mi vida, era tener que pasar una hora metida en este cacharro metálico... supongo que podría soportarlo.

Y así sin más, cerré los ojos mientras sentía como aquel avión se elevaba cada vez más rápido, deseando en silencio que todos mis sentimientos y mis miedos se quedasen en tierra.

[...]

Aquella ciudad tenía algo, no sé exactamente qué, si era el mar o el ambiente de las calles, pero definitivamente tenía algo. Barcelona siempre me ha parecido un sitio para poder pasear y perderse entre sus calles, y desde luego es una ciudad que no deja de sorprenderme con algo distinto a lo largo de cada día que paso en ella. Y cómo no, era la ciudad con más tiendas de vinilos, instrumentos y de música en general por metro cuadrado en la que jamás había estado. Ya veis con que poco se puede hacer feliz a una mujer. Pero no puedo olvidarme de Em, que aprovechaba el más mínimo despiste por mi parte para meterme de cabeza en alguna tienda de ropa, generalmente vintage o de segunda mano. En un intento por llegar al apartamento, habíamos encontrado una calle muy peculiar, llena de pintorescas tiendas y que se había convertido en una parada obligatoria en el camino de vuelta de todos los días. “Porfiii, ¡sólo una más!” decía Em mientras tiraba de mi para meterme en otra tienda de ropa. ¿Cómo podía negarme? Tenía la misma cara que un niño en Navidad, y después de todos estos meses de innumerables chascos su simple cara de felicidad por las cosas más absurdas ya me alegraba el día a día. Así que yo estaba en un rincón de aquella tienda tratando de encontrar una beisbolera de mi talla mientras Em corría al probador con una montaña de ropa que dejaría a su tarjeta de crédito literalmente echando humo. Yo seguía concentrada en mi búsqueda cuando el dependiente, obviamente extranjero, se acercó a preguntarme, en un castellano que apestaba a acento escocés, si necesitaba alguna talla. Levanté la vista hacia él y entonces lo vi: aquellos ojos... Robert. Por supuesto que aquel chico no era él, pero desde luego que el parecido era extraordinario. Todavía en mi asombro balbuceé un par de palabras para darle largas y me volví hacia la ropa, con el recuerdo de Robert aún en la cabeza.

Robert y yo nos conocimos una tarde de septiembre, cuando aún se podía sentir el calor del verano en los huesos. Como todos los días desde hacía un año, Daniel yo volvíamos juntos del instituto. Por aquel entonces las cosas con mis antiguas amigas no estaban muy bien, más bien, habíamos llegado a un punto de ignorancia mutua en el que yo me había cansado de seguirles el juego continuamente y ellas a modo de castigo se limitaban a pasar de mi. Las únicas excepciones a mi castigo, cómo no, fueron Em y Tina, aunque a día de hoy yo sigo pensando que Tina siguió hablándome por la simple razón de que yo era la única del grupo que había elegido el bachiller tecnológico, por lo que estaba en su misma clase, y por lo tanto la única a la que robarle los ejercicios de Física. A pesar de todo esto yo seguí adelante con mi vida sin darle la menor importancia a todo aquello, ya que no necesitaba a un grupo  de amigas falsas y mentirosas como lo eran ellas. El cambio al instituto me había venido bien, había conocido a un montón de gente nueva y Em siempre estaba a mi lado, no necesitaba nada más. Y entre todos ellos estaba Daniel, un chico bastante peculiar: mujeriego, heavy y por tanto siempre vestido de negro y con la camiseta del grupo de turno, con una larga melena castaña mejor cuidada que la de la mayoría de las chicas de la clase y caminando siempre con un aire majestuoso. A pesar de estar en mi misma clase era un año mayor que yo, tocaba el bajo en un grupo de rock alternativo y era un fan incondicional de Metallica por lo que no tardamos mucho en llevarnos bien, así que cuando me quise dar cuenta había cambiado las charlas insustanciales  de vuelta a casa con mis “amigas”, en las que siempre se criticaba a la amiga ausente de turno, por la compañía de Daniel, con nuestras largas conversaciones sobre música y guitarras. Incluso Tina se cansó de ir detrás de mi por mucho que le conviniera (académicamente hablando), así que aquella tarde de septiembre lo único que me quedaba de ellas eran sus continuas miradas recelosas y cuchicheos desde la otra punta del patio.
El trayecto hacia casa transcurría con la aparente normalidad de siempre, cuando de pronto algo llamó la atención de Daniel: un chico le sonreía acercándose a nosotros mientas saludaba con la mano. Daniel le saludó dándole un golpe amistoso en el hombro y ambos comenzaron a charlar animadamente ignorando mi presencia, momento que yo aproveché para examinar más detenidamente al desconocido: alto, moreno, pelo ligeramente largo, piel bronceada, cara amable con barba de dos o tres días, unos dientes que pedían a gritos una ortodoncia... Su voz en cambio era tranquila, pero lo que más acaparó mi atención en aquel momento fueron sus ojos color aguamarina. Fríos, penetrantes, para nada me esperaba unos ojos así en aquella cara tan bonachona. En ese momento Robert pareció percatarse de mi presencia, clavando sus ojos en mi apenas un instante, lo que bastó para que yo me sonrojara y no levantara la vista del suelo hasta que Robert se fuera. Solos de nuevo, Daniel me explicó que aquel chico se llamaba Robert y era el guitarrista y fundador de su grupo e, inmediatamente, retomó el tema que tanto le asustaba: el examen de matemáticas del día siguiente. Bueno, o eso creo, porque en aquel momento yo ya no podía prestar la más mínima atención a las integrales. Robert. Definitivamente, existe el amor a primera vista.

[...]

Aquella euforia por Robert no duró mucho, ya que apenas unas semanas después de aquella primera “toma de contacto” yo ya me había olvidado completamente de él y tuvieron que pasar unos cuantos meses para que nuestros caminos volvieran a cruzarse de nuevo. Aquella noche había sido como otra cualquiera: una cena tranquila y varias copas con los amigos en los locales nocturnos de la ciudad hasta que, uno tras otro, los chicos se iban despidiendo a sus pertinentes horas de toque de queda para dejarnos a mi y a Amanda solas, momento que gracias a nuestro abundante metro setenta (y a nuestras minifaldas, todo sea dicho) aprovechábamos para ir a alguna discoteca a las cuales teníamos el acceso vetado por ser menores de edad. Pero aquel día, no sé muy bien por qué, cambiamos de idea y decidimos ir a uno de esos baretos que tanto nos gustaban a las dos en los que el rock es el himno nacional y la cerveza la bebida por excelencia. Amanda y yo estábamos sentadas tomando algo en la barra cuando una silueta acaparó toda nuestra atención: el dj había puesto una canción de Muse a todo volumen y un chico se había precipitado a la pista de baile a una velocidad vertiginosa, bailando cada nota de aquella canción cómo si no hubiese un mañana, ante la estupefacción de sus amigos. Ambas estábamos mirando asombradas aquella escena cuando el chico se dio la vuelta en uno de sus incontables pasos de baile. Mi pulso se aceleraba por momentos, aquellos ojos no podían mentir: sin duda era él. Rápidamente miré hacia otro lado, pegué un trago a mi Coronita, y puse a Amanda al corriente de la situación. Sí, Robert estaba a tan solo unos escasos metros de nosotras, definitivamente aquella ciudad era un maldito pañuelo. 
Amanda no paraba de insistir en que tenía que acercarme a hablar con Robert, pero mis piernas temblaban demasiado como para soltarme de la barra. ¿Y si no se acordaba de mi? La situación ya era lo bastante humillante de por sí, así que me negué en rotundo a hacer más el ridículo. En ese momento Robert se acercó a la barra y, sin quitarme la vista de encima, comenzó a hablar con el dj, probablemente para pedirle alguna otra canción de Muse. Aquello me superaba, así que agarré el brazo de Amanda y tiré de ella hasta llegar al baño. Atranqué la puerta, apoyé ambas manos en el lavabo y respiré hondo. Aquellos ojos... apenas le conocía, ¿cómo podía perturbarme tanto? Aquello no podía seguir así, tenía que tranquilizarme y recuperar la compostura. Me miré en el espejo mientras Amanda aporreaba la puerta para comprobar que no estaba en pleno ataque de pánico. “¿Qué estás haciendo? –le pregunté a mi reflejo– Ya está bien, deja de comportarte como una cría y afronta las cosas, porque no has llegado tan lejos para quedarte encerrada en este maldito baño mugriento”. Esa era la dosis de realidad que necesitaba, así que abrí la puerta y salí del baño con una confianza poco habitual en mi, tan poco habitual que hasta la propia Amanda se quedó asombrada. 
Volvimos a la barra y pudimos comprobar que Robert había vuelto con sus amigos como si nada hubiera pasado, pero entonces Amanda y él cruzaron una mirada de complicidad y, como si se hubiesen leído el pensamiento, Amanda se excusó diciendo que tenia que ir al baño dejándome allí completamente sola ante el peligro. Todavía estaba pensando qué hacer cuando Robert se acercó sigilosamente a mi y me sonrió.

– No quiero sonar poco original, pero tu cara me suena de algo... ¿vienes mucho por aquí?
– Vaya, pues lo has hecho –le contesté en medio de una carcajada.
– Oh no, ahora vas a pensar que soy un chico sin personalidad, pero es que me resultas demasiado familiar, creo que te conozco de algo, pero no sé muy bien de qué. Aunque claro, puede que todo sea fruto de mi mente alocada y perversa, que tampoco te diría yo que no.
– En realidad si que me conoces, así que puedes estar tranquilo, no estás loco... o al menos eso creo.
– ¡Lo sabía! Es que llevo un rato mirándote y... ¡mierda! Ahora aparte de loco vas a pensar que soy un acosador, que pésima primera impresión te estoy causando. By the way, soy Robert.

No pude evitar reírme de nuevo, este chico... sencillamente era encantador.

– Joan, encantada de conocerte.
– Joan... Joan... ¡Claro ahora caigo! Tú eres la amiga de Daniel, la que colecciona púas.
– Vaya, ahora sí que empiezo a sentirme un pelín acosada.
– No, no, puedes estar tranquila, es que Daniel siempre habla de ti cada vez que se le pierde alguna... y créeme, pierde muchas.

Y seguimos hablando, dejando que la noche fluyera, escapándose de entre nuestros dedos, así como lo hacían las palabras. El bullicio del bar parecía haberse esfumado por completo, solamente estábamos Robert y yo, de pie uno frente al otro. No tenía la más remota idea de dónde se había metido Amanda, pero en aquel momento era lo que menos me importaba. De pronto, las palabras parecieron agotarse, y nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. Por primera vez sus ojos me parecieron cálidos y amables, así que dejé de lado todos mis miedos y me dejé llevar, perdiéndome en ellos. 

El sonido de mi teléfono nos hizo volver a la triste realidad. La llamada de Amanda suponía el final de la noche, la hora en la que teníamos que ir al encuentro de nuestros padres que, viéndonos como dos pipiolas indefensas, acudían cada sábado a buscarnos para llevarnos a casa. Robert y yo nos miramos. No hizo falta añadir nada más, ambos sabíamos que era el momento de poner los pies en la tierra.

– ¿Volveré a verte? 
–  No se me ocurre un motivo para que no puedas hacerlo –sonreí.
– Ahora mismo no tengo teléfono, pero me las ingeniaré para encontrarte... y si no, ya sabes dónde localizarme, ensayo aquí con el grupo todos los días.

Me di la vuelta para irme, pero Robert me cogió el brazo, haciendo que me diera la vuelta para darme un último beso. Verdaderamente, aquello era el principio de algo.

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