lunes, 15 de octubre de 2012

- ¡Vamos, es hora de dar pedales! 

No pude evitar reírme. Mientras Joan se aferraba fuertemente al asiento siguiendo con su ya de sobra conocido pánico al despegue, yo tenía la vista completamente fija en ese enorme edificio de cristal en el que las personas, cargadas de ilusión y de alguna que otra prenda de más en sus maletas, esperaban impacientes la llamada de embarque que anunciaba el inminente inicio de sus viajes.
Siempre me han gustado los aeropuertos, es el único sitio donde se respira ilusión en todas y cada una de sus partes. En él, puedes encontrarte con todos los tipos de ilusión posibles, desde la del comerciante feliz por sablarte en su mísero pero al parecer, rentable negocio, hasta la notable ilusión de las familias por el reencuentro de algún ser querido que ha optado por volar del nido y embarcarse (y nunca mejor dicho), en una apasionante aventura por su cuenta.

En realidad, en ese momento mi estado de ánimo distaba mucho del de cualquier otra persona que está a punto de enfrentarse a una gran aventura. Sí, la vida en mi casa era digna de reality y sobrellevar mi día a día era como intentar sobrevivir en el amazonas, pero nada de eso me emocionaba más que el sentimiento de libertad que había experimentado días atrás. Por eso, encontrarme ahora encerrada en aquel gigante pájaro de metal rumbo a un lugar donde la historia es como siempre, donde siempre, y a las mismas horas de siempre, inevitablemente me hacía sentir como si de un hachazo me hubiesen cortado unas alas recién estrenadas.

Mis oídos empezaron a pitar a la par que la velocidad del avión iba en aumento. Mientras, yo seguía con la vista fija en el cristal, si quiera molestándome en enfocar cualquier cosa que pudiese despertar mi atención, y simplemente limitándome a dejarlas ir, sin más, como había dejado ir todos esos malos días y pensamientos durante nuestra estancia en Barcelona.
Sentí esa sensación de vacío causada por el cambio de presión que se genera en la cabina del avión en el mismo instante en que este, se alza un palmo del suelo y como si le fuese la vida en ello tirase de su cola intentando estabilizarnos en el aire.
Una vez oído el estruendo producido por el tren de aterrizaje al plegarse, fui saliendo lentamente de mi estado de “shock”. Aún era incapaz de creerme que hubiese estado en Barcelona, simplemente no era capaz de procesar todos y cada uno de los momentos que Joan y yo habíamos vivido y que ahora definitivamente, habían llegado a su fin.

Una repentina ola de emoción recorrió mi cuerpo por un segundo. Al fin, tras cinco días recorriendo la ciudad estaba viendo el mar. Lo habíamos intuido en la letanía tras todos esos hermosos edificios y polución, pero las ansias de conocer mundo y tanta sensación de libertad, hicieron que nos mezclásemos con el ambiente cosmopolita y nos dejásemos llevar, lo que al parecer, no nos condujo en dirección al mar.
A medida que íbamos sobrevolando nuestro (geográficamente hablando) hermoso país, yo me iba hundiendo en mis pensamientos, reflexionando sobre todos y cada uno de los cambios que había sufrido a lo largo de toda mi vida y cayendo en la cuenta de que en realidad, los más duros e importantes se habían desencadenado durante el último año de la misma.

Y así fue como empecé a recordar mis primeros años en la ciudad, fría, oscura y verde, sumida en una humedad continua donde el sol rara vez asoma y donde a la lluvia podría considerársela como la más fiel de las compañías. De aquello hacía ya sus doce largos años, tiempo de sobra para acostumbrarme, pero nunca suficiente para adaptarme.
Yo, tan encantadoramente ingenua como era, luciendo la mayor de las sonrisas y una piel visiblemente más bronceada que la del resto, a causa de mis muchas horas de exposición al sol en lo que ya podía considerarse como “mi anterior vida”, fui colocada en un colegio en el que ser nueva significaba una humillación.
Aún recuerdo el primer día en el que entré en ese frío salón de actos, en tirantes, pues aún estábamos en “verano”, y con una mochila naranja y morada a cuestas. Mejor ni reparamos en lo que se desencadenó los sucesivos años en los que estuve de visita por el purgatorio.
En general fueron años de mudanzas, de casas que servían como almacenes hasta que finalmente encontrásemos la definitiva, y cuando por fin sucedió, me encontraba viviendo a las afueras en un chalet con su correspondiente jardincito, su plaza de garaje y su trastero propio; con un trozo de acera que mantener, y con un cubo de basura en el que se veían rotulados número y dirección de la vivienda a la que pertenecía. Sólo nos faltaba el perro.

Se me rompió el alma al recordar el día en el que, en un desesperado intento de olvidar todo lo que había sido mi vida y resignándome a vivir la que me habían condenado, envolví y entregué a mi madre una pequeña bola de cristal donde se veían reproducidas todas y cada una de las siete islas que, perdidas en mitad del océano, formaban el archipiélago que me había dado la vida y me había visto crecer. Por aquel entonces yo sólo tenía ocho años, y por lo que se ve, el dramatismo lo llevo desde siempre, normal que a Joan le encante cortarme el royo.

Una sonrisa se dibujó ahora en mi cara, Joan, qué gran descubrimiento y qué cantidad ingente de tiempo y esfuerzo desperdiciado hasta encontrarla.
Resultó salida del mismo purgatorio en el que yo fui colocada, es decir, que la conozco de toda la vida. (Véase que mis desesperados intentos por olvidar cualquier rastro de mi vida fuera de la dichosa ciudad en la que estaba condenada, habían dado sus frutos).
Joan resultó ser una persona que, de al no ser que vayas buscando a alguien como ella, te pasa totalmente desapercibida. Mejor dicho, te pasaba. Viéndola ahora no tengo más remedio que quitarme el sombrero ante lo que se ha convertido, sobre todo para mí.

En realidad recuerdo bien poco de cómo llegamos a conocernos. Estando en el mismo grupo de amigas, muchas niñas quisquillosas exigiendo lo máximo y aportando más bien poco, en fin, cosas de la adolescencia. Hasta que no tuvimos nuestros bonitos quince años la una pasó totalmente desapercibida para la otra, incluso estando en la misma clase compartiendo pupitre fui tan sumamente inconsciente de no saber ver más allá de esa niña callada y con la mirada gacha. Más vale tarde que nunca.
Cuando finalmente las ironías del destino decantaron la balanza del lado contrario al nuestro, nos dimos cuenta que, tras esa guitarra y melena negra, y tras mis vestiditos y zapatillas de ballet, había dos personalidades perfectamente compatibles que poco a poco comenzaban a despuntar.

Já, he de agradecer a las Lindas el punto en el que me encuentro. Si nadie nos hubiese puesto el camino tan empedrado, ninguna de las dos nos habríamos apoyado en la otra para superarlo. Joan fue la sensata de las dos en darse cuenta de que ocho niñas alzando la voz pretendiendo hablar una por encima de la otra, no era algo que pudiese considerarse amistad. Tuvo la suerte que al empezar el instituto y habiendo elegido la rama técnica del bachiller, encontró a la gente adecuada a la que poder denominar amigos. Siempre me alegré por ella, incluso mientras la panda de arpías intentaba ponerme en su contra, siempre supe que su decisión fue, en definitiva,  la acertada. Tal vez y por eso no sorprendió mucho que yo siguiera sus pasos despidiéndome de las Lindas y comenzando a ver la vida por mi cuenta y riesgo sin nadie que dictase una dirección por la que ir.
Nunca tuve nada asegurado salvo que Joan me apoyaría, y me bastó. Ahora gracias a eso sé a dónde mirar cuando alguien me pregunta dónde están mis amigos y sé a quién aferrarme cuando soy incapaz de decidirme hacia dónde ir. Qué poco agradecida fui al principio cuando simplemente brindaba inseguridad y desconfianza, encasillando a Joan y a los chicos como personas a las que, de abrirme, se aprovecharían y me destrozarían como anteriormente me había pasado. Si bien hay algo que Joan conoce a la perfección de mí, es esa parte de mi pepito grillo que dice que a cada nueva persona que nos permitimos querer, no es más que otra futura pérdida. Y ahora pensándolo bien, cuánta paciencia y comprensión había mostrado Joan a lo largo de este último año.

Pero aquí estábamos, con nuestras dificultades, dos chicas aparentemente diferentes que, en realidad se comprendían cuanto menos a la perfección, ya que habiendo pasado por lo mismo y habiendo tomando decisiones totalmente diferentes, habían llegado al mismo puerto logrando ser fieles a sí mismas.
Poco queda de aquella niña hecha trizas por ironías del destino. Si a alguien tengo que agradecer el hecho de abrirme los ojos en cuanto a tópicos sobre humanidad se refiere, es sólo y exclusivamente a ella.

Joan estaba ahora escuchando Metallica a todo volumen, toda ella, su expresión y sus gestos se movían al ritmo de la música imitando un punteo de guitarra imaginaria que supongo, coincidiría con el ritmo de la canción. Mientras tanto yo, intentaba recapitular todos y cada uno de los detalles que habían contribuido a forjarme tal cual era hoy.

Hacía escasamente un año, luchaba por mantenerme cuerda en una cosa que no puede describirse de otra manera que no sea  un circo. Cuando me vi harta de tanto equilibrismo sobre falsas amistades, rencores, rumores y envidias, fui destruyendo poquito a poco todo lo que me rodeaba, no dándome cuenta de que en realidad lo único con lo que contaba y peor parado había salido, había sido yo misma.

Tras una clara, y por otra parte, inconsciente autodestrucción, decidí que ya era hora de preocuparse por algo por lo que nadie se había preocupado hasta ahora, dígase preocuparme de mí misma. De sobra ya sabía que de no hacerlo yo, nadie más estaría dispuesto, así que y aún ignorando el cómo, conseguí despojarme de ese sentimiento de fracaso, de esa nula por no decir inexistente autoestima, y me negué a seguir lamiendo mis heridas decida a dejarlas cicatrizar de una vez por todas.

Y así fue como, un año después, tras haber dejado el instituto, tras haber conseguido lo que todos se negaban a creer que conseguiría y tras haber demostrado que soy más que capaz de hacer todo lo que me proponga, siempre y cuando me lo proponga, puedo decir que a pesar de haberlo pasado tan mal, de haber tirado la toalla y de haber dejado de luchar, no cambiaría absolutamente nada de mi vida pasada.
De pequeña siempre dije que quería hacer de mi vida una gran obra de arte, cierto es que nunca he sabido dibujar, y que mis dotes musicales son del todo nefastas, pero el hecho de haber sobrevivido a este último año me da más que de sobra, el derecho de poder decir que si mi vida no es una auténtica obra de arte, que baje Dios y lo vea.

Había tenido que enfrentarme día a día al hecho de cruzar la puerta del colegio y sentirme totalmente desprotegida, y lo había consigo, cada día cruzaba esa puerta a sabiendas de que ahí dentro la mejor baza que podía jugar era cuidar de mí misma. Incluso cuando el cansancio, la frustración y la falta de lógica alguna sobre lo que pasaba en mi vida me hicieron olvidar qué papel tenía que jugar en la misma, seguí adelante, herida y perdida, tomando nefastas decisiones que no hacían más que complicar de por sí, el pésimo estado inicial. Claro está que me vino de perlas terminar el instituto, lo cual me permitió ver con otros ojos la sucesión de fracasos coleccionados.
Después, el subidón de dar carpetazo, de conseguir graduarme y de decir adiós a todas esas personas nocivas, trajo consigo las ganas y la vitalidad necesarias para aprovechar el tiempo perdido y dicho sea de paso, para poner cada una de las cosas (y también personas) en su lugar.
Cambié radicalmente el sentido de mi vida, sorprendiéndome a mi misma y cambiando a última hora de carrera tras todos y cada uno de los quebraderos de cabeza que supuso el hecho de ser una “letrasada” luchando por una plaza en una carrera de ciencias. Y sí, la conseguí, y no solo eso, si no que despunté en todas y cada una de las asignaturas recibiendo felicitaciones y alguna que otra oportunidad añadida. Y así fue como pasé de ser la niña a la que nunca nadie le daba la oportunidad de nada en la vida, y que por descontado ella nunca la exigía; a ser la chica que rompió el molde y que cerró de un golpe seco, todos los posibles debates que podrían existir acerca de si estaba o no capacitada.

Joan como no, jugó un papel primordial en ese giro de 180 grados dado a mi vida. Gracias a ella, el pesimismo y la desgana que años atrás se había apoderado de mí, comenzaron poco a poco a desvanecerse, siendo remplazados por optimismo, vitalidad y ganas de bronca. Siempre recordaré el momento en que Joan reconoció que yo era chunga de carácter, mientras que ella lo era de vestimenta.
El hecho de no haber tenido a nadie que luchase nunca por mí, había generado en mí las ganas de ser esa persona que siempre estaría dispuesta a dar lo que hiciese falta por aquellas personas a las que quería. Y en cierto modo, lo conseguí.

Había ganado las dos batallas más importantes de mi vida en tiempo record. En solo cuestión de un verano, había decidido mi futuro en base a lo que quería hacer con mi vida, había descubierto quién era y por fin, había comprendió cómo todo lo que había ido pasando me había afectado realmente. Descubrí que todo gran vacío puede contrarrestarse, que ninguna persona es imprescindible, pero que todas y cada una de ellas te dejan un algo especial. Que no merece la pena desear volver al pasado, sino que este ha de ser una mera pauta para guiar tu presente, permitiéndote conseguir en tu futuro lo que deseas, y que sobretodo, y hasta que el cuerpo aguante, una lucha  especialmente con o contra ti mismo, nunca debe abandonarse, porque todo cuanto esté en tu mano hacer, has de hacerlo y es de vital importancia, porque nunca se sabe si nadie más puede hacerlo por ti. Pero sobretodo, y segura al ciento diez por ciento, había encontrado las personas adecuadas con las que poder compartir mis penas y glorias, ratificando mi desde siempre corazonada de que por mucho que lo intentemos y nos neguemos a ello, nuestra felicidad siempre tiende a depender de otras personas, pues, al fin y al cabo, es con ellas con quien se comparte o con quien se añora. Poco a poco la balanza empezaba a reequilibrarse a mi favor.

Es cierto también que tanto espíritu propio del romanticismo, bastó para abrirme los ojos en cuanto a relaciones se trataba. Años atrás me había visto obligada a recluir o retener cualquier tipo de emoción, haciendo poco a poco que la alegre chica de sonrisa despreocupada se volviese introvertida, fría y en ocasiones inaccesible, acabando así completamente con todo lo que en su día me había definido y caracterizado.
Ahora, tras una sucesión de buenas decisiones, tras asumir que resignarse no era una opción, y tras descubrir que era capaz de trasformar todo ese sufrimiento en fuerza, había una parte de mí que se encontraba vacía, exenta de emociones y significado. En realidad sonaba estúpido pero, simplemente quería enamorarme, y Martin estaba ahí. Siempre había dado por imposible que él pudiese enamorase de mí, algo muy en el fondo sabía que seguir intentando cualquier vago acercamiento a él no desencadenaría otra cosa más que sufrimiento, por mi parte.
Había visto y además en varias ocasiones, como recurría a mí en busca de su pequeño kit de supervivencia, y como se marchaba igual de rápidamente con otra y nunca quedándose conmigo. El por qué nunca fui suficiente para él será una duda que siempre me persiga. Mientras tanto, él volvía a llevarse una página más de una historia que empezaba hacía ya años y que se encontraba formando parte de un capítulo que ya empezaba a extrañar un final, ya fuese bueno o malo.

No saber que éramos o ni si quiera qué nos había pasado, fingiendo importarnos de la manera más protocolaria posible, acababa conmigo hasta tal punto que no sabía cómo sentirme cuando tenía noticias suyas o veía su rostro entre la multitud en los bares. Podría decirse que enamorarse un poco más de la cuenta fue una mala inversión, pero ni si quiera estaba segura de que realmente eso hubiese sido lo que nos hubiese sucedido. Simple y llanamente se puede hacer lo adecuado con la persona adecuada, pero de no ser en el momento adecuado, todo torcerse. En definitiva que él acabase de salir de una relación, que yo estuviese falta de afecto y que siempre que estábamos juntos, de una forma u otra, alguno de los dos la cagase, anticipaba que desde luego el momento no era el propicio. Aunque no sería del todo justo culpar al destino, pues al fin y al cabo, la indiferencia mostrada por Martin durante todos estos meses no dejaba duda acerca de si yo era o no, su persona adecuada.



En ese mismo instante el pitido que indicaba que era hora de abrocharse el cinturón, me recordó que estaba a punto de regresar a mi ciudad, la ciudad que me había visto reconvertirme sí, pero al fin y al cabo una ciudad llena de fantasmas, de recuerdos amargos y de caras que quisiera olvidar.
Esta semana había fantaseado con iniciar una nueva vida, la vida que llevo tiempo ansiando edificar, por eso después de estar una semana buscándome la vida alejada de todo cuanto me impedía vivirla en paz, el hecho de regresar a casa se había convertido en una auténtica pesadilla, y es que en ocasiones, cuando las circunstancias se salen extraordinariamente de lo normal, el mundo se vuelve raro y parece que ya no será posible recuperar la vida de antes.
Y en cierto modo era así, ya nada volvería a ser como antes porque lo anterior no era más que el principio del fin de un modo de vida que ni me convenía, ni quería de vuelta.

Por el momento, las alas del avión seguían cortando un aire que, a medida que íbamos perdiendo altitud, iba espesándose a causa de las nubes negras, la niebla y el agua. Miré una última vez por encima de mi cabeza, el cielo  azul parecía seguir allí, lo cual me recordó que venirse abajo era la opción fácil. Comenzaban a diferenciarse los primeros edificios, esa era mi ciudad, aquella en la que durante tanto tiempo había estado condenada pero que tantas cosas me había aportado.
En ese momento, sentir como Joan apretaba fuertemente mi mano y en dirección a la ventana señalaba tan entusiasmadamente un edificio, me reconfortó por completo.

   ¡Hostia mira Em! Pero si desde aquí se ve perfectamente nuestro colegio.

domingo, 14 de octubre de 2012

Definitivamente, odio volar. Bueno, no es que lo odie, a decir verdad me parece fascinante, quizá demasiado fascinante, tanto que hasta me asusta. Pensar que estás a miles de metros de altura, sin absolutamente nada debajo de tus pies es asombroso... pero a la vez me produce escalofríos. No podía apartar la mirad de Em, incapaz de entender cómo podía mantenerse tan tranquila, mirando con indiferencia a través de la ventanilla. Aunque bueno, si el precio de una semana de libertad, a cientos de kilómetros de mi vida, era tener que pasar una hora metida en este cacharro metálico... supongo que podría soportarlo.

Y así sin más, cerré los ojos mientras sentía como aquel avión se elevaba cada vez más rápido, deseando en silencio que todos mis sentimientos y mis miedos se quedasen en tierra.

[...]

Aquella ciudad tenía algo, no sé exactamente qué, si era el mar o el ambiente de las calles, pero definitivamente tenía algo. Barcelona siempre me ha parecido un sitio para poder pasear y perderse entre sus calles, y desde luego es una ciudad que no deja de sorprenderme con algo distinto a lo largo de cada día que paso en ella. Y cómo no, era la ciudad con más tiendas de vinilos, instrumentos y de música en general por metro cuadrado en la que jamás había estado. Ya veis con que poco se puede hacer feliz a una mujer. Pero no puedo olvidarme de Em, que aprovechaba el más mínimo despiste por mi parte para meterme de cabeza en alguna tienda de ropa, generalmente vintage o de segunda mano. En un intento por llegar al apartamento, habíamos encontrado una calle muy peculiar, llena de pintorescas tiendas y que se había convertido en una parada obligatoria en el camino de vuelta de todos los días. “Porfiii, ¡sólo una más!” decía Em mientras tiraba de mi para meterme en otra tienda de ropa. ¿Cómo podía negarme? Tenía la misma cara que un niño en Navidad, y después de todos estos meses de innumerables chascos su simple cara de felicidad por las cosas más absurdas ya me alegraba el día a día. Así que yo estaba en un rincón de aquella tienda tratando de encontrar una beisbolera de mi talla mientras Em corría al probador con una montaña de ropa que dejaría a su tarjeta de crédito literalmente echando humo. Yo seguía concentrada en mi búsqueda cuando el dependiente, obviamente extranjero, se acercó a preguntarme, en un castellano que apestaba a acento escocés, si necesitaba alguna talla. Levanté la vista hacia él y entonces lo vi: aquellos ojos... Robert. Por supuesto que aquel chico no era él, pero desde luego que el parecido era extraordinario. Todavía en mi asombro balbuceé un par de palabras para darle largas y me volví hacia la ropa, con el recuerdo de Robert aún en la cabeza.

Robert y yo nos conocimos una tarde de septiembre, cuando aún se podía sentir el calor del verano en los huesos. Como todos los días desde hacía un año, Daniel yo volvíamos juntos del instituto. Por aquel entonces las cosas con mis antiguas amigas no estaban muy bien, más bien, habíamos llegado a un punto de ignorancia mutua en el que yo me había cansado de seguirles el juego continuamente y ellas a modo de castigo se limitaban a pasar de mi. Las únicas excepciones a mi castigo, cómo no, fueron Em y Tina, aunque a día de hoy yo sigo pensando que Tina siguió hablándome por la simple razón de que yo era la única del grupo que había elegido el bachiller tecnológico, por lo que estaba en su misma clase, y por lo tanto la única a la que robarle los ejercicios de Física. A pesar de todo esto yo seguí adelante con mi vida sin darle la menor importancia a todo aquello, ya que no necesitaba a un grupo  de amigas falsas y mentirosas como lo eran ellas. El cambio al instituto me había venido bien, había conocido a un montón de gente nueva y Em siempre estaba a mi lado, no necesitaba nada más. Y entre todos ellos estaba Daniel, un chico bastante peculiar: mujeriego, heavy y por tanto siempre vestido de negro y con la camiseta del grupo de turno, con una larga melena castaña mejor cuidada que la de la mayoría de las chicas de la clase y caminando siempre con un aire majestuoso. A pesar de estar en mi misma clase era un año mayor que yo, tocaba el bajo en un grupo de rock alternativo y era un fan incondicional de Metallica por lo que no tardamos mucho en llevarnos bien, así que cuando me quise dar cuenta había cambiado las charlas insustanciales  de vuelta a casa con mis “amigas”, en las que siempre se criticaba a la amiga ausente de turno, por la compañía de Daniel, con nuestras largas conversaciones sobre música y guitarras. Incluso Tina se cansó de ir detrás de mi por mucho que le conviniera (académicamente hablando), así que aquella tarde de septiembre lo único que me quedaba de ellas eran sus continuas miradas recelosas y cuchicheos desde la otra punta del patio.
El trayecto hacia casa transcurría con la aparente normalidad de siempre, cuando de pronto algo llamó la atención de Daniel: un chico le sonreía acercándose a nosotros mientas saludaba con la mano. Daniel le saludó dándole un golpe amistoso en el hombro y ambos comenzaron a charlar animadamente ignorando mi presencia, momento que yo aproveché para examinar más detenidamente al desconocido: alto, moreno, pelo ligeramente largo, piel bronceada, cara amable con barba de dos o tres días, unos dientes que pedían a gritos una ortodoncia... Su voz en cambio era tranquila, pero lo que más acaparó mi atención en aquel momento fueron sus ojos color aguamarina. Fríos, penetrantes, para nada me esperaba unos ojos así en aquella cara tan bonachona. En ese momento Robert pareció percatarse de mi presencia, clavando sus ojos en mi apenas un instante, lo que bastó para que yo me sonrojara y no levantara la vista del suelo hasta que Robert se fuera. Solos de nuevo, Daniel me explicó que aquel chico se llamaba Robert y era el guitarrista y fundador de su grupo e, inmediatamente, retomó el tema que tanto le asustaba: el examen de matemáticas del día siguiente. Bueno, o eso creo, porque en aquel momento yo ya no podía prestar la más mínima atención a las integrales. Robert. Definitivamente, existe el amor a primera vista.

[...]

Aquella euforia por Robert no duró mucho, ya que apenas unas semanas después de aquella primera “toma de contacto” yo ya me había olvidado completamente de él y tuvieron que pasar unos cuantos meses para que nuestros caminos volvieran a cruzarse de nuevo. Aquella noche había sido como otra cualquiera: una cena tranquila y varias copas con los amigos en los locales nocturnos de la ciudad hasta que, uno tras otro, los chicos se iban despidiendo a sus pertinentes horas de toque de queda para dejarnos a mi y a Amanda solas, momento que gracias a nuestro abundante metro setenta (y a nuestras minifaldas, todo sea dicho) aprovechábamos para ir a alguna discoteca a las cuales teníamos el acceso vetado por ser menores de edad. Pero aquel día, no sé muy bien por qué, cambiamos de idea y decidimos ir a uno de esos baretos que tanto nos gustaban a las dos en los que el rock es el himno nacional y la cerveza la bebida por excelencia. Amanda y yo estábamos sentadas tomando algo en la barra cuando una silueta acaparó toda nuestra atención: el dj había puesto una canción de Muse a todo volumen y un chico se había precipitado a la pista de baile a una velocidad vertiginosa, bailando cada nota de aquella canción cómo si no hubiese un mañana, ante la estupefacción de sus amigos. Ambas estábamos mirando asombradas aquella escena cuando el chico se dio la vuelta en uno de sus incontables pasos de baile. Mi pulso se aceleraba por momentos, aquellos ojos no podían mentir: sin duda era él. Rápidamente miré hacia otro lado, pegué un trago a mi Coronita, y puse a Amanda al corriente de la situación. Sí, Robert estaba a tan solo unos escasos metros de nosotras, definitivamente aquella ciudad era un maldito pañuelo. 
Amanda no paraba de insistir en que tenía que acercarme a hablar con Robert, pero mis piernas temblaban demasiado como para soltarme de la barra. ¿Y si no se acordaba de mi? La situación ya era lo bastante humillante de por sí, así que me negué en rotundo a hacer más el ridículo. En ese momento Robert se acercó a la barra y, sin quitarme la vista de encima, comenzó a hablar con el dj, probablemente para pedirle alguna otra canción de Muse. Aquello me superaba, así que agarré el brazo de Amanda y tiré de ella hasta llegar al baño. Atranqué la puerta, apoyé ambas manos en el lavabo y respiré hondo. Aquellos ojos... apenas le conocía, ¿cómo podía perturbarme tanto? Aquello no podía seguir así, tenía que tranquilizarme y recuperar la compostura. Me miré en el espejo mientras Amanda aporreaba la puerta para comprobar que no estaba en pleno ataque de pánico. “¿Qué estás haciendo? –le pregunté a mi reflejo– Ya está bien, deja de comportarte como una cría y afronta las cosas, porque no has llegado tan lejos para quedarte encerrada en este maldito baño mugriento”. Esa era la dosis de realidad que necesitaba, así que abrí la puerta y salí del baño con una confianza poco habitual en mi, tan poco habitual que hasta la propia Amanda se quedó asombrada. 
Volvimos a la barra y pudimos comprobar que Robert había vuelto con sus amigos como si nada hubiera pasado, pero entonces Amanda y él cruzaron una mirada de complicidad y, como si se hubiesen leído el pensamiento, Amanda se excusó diciendo que tenia que ir al baño dejándome allí completamente sola ante el peligro. Todavía estaba pensando qué hacer cuando Robert se acercó sigilosamente a mi y me sonrió.

– No quiero sonar poco original, pero tu cara me suena de algo... ¿vienes mucho por aquí?
– Vaya, pues lo has hecho –le contesté en medio de una carcajada.
– Oh no, ahora vas a pensar que soy un chico sin personalidad, pero es que me resultas demasiado familiar, creo que te conozco de algo, pero no sé muy bien de qué. Aunque claro, puede que todo sea fruto de mi mente alocada y perversa, que tampoco te diría yo que no.
– En realidad si que me conoces, así que puedes estar tranquilo, no estás loco... o al menos eso creo.
– ¡Lo sabía! Es que llevo un rato mirándote y... ¡mierda! Ahora aparte de loco vas a pensar que soy un acosador, que pésima primera impresión te estoy causando. By the way, soy Robert.

No pude evitar reírme de nuevo, este chico... sencillamente era encantador.

– Joan, encantada de conocerte.
– Joan... Joan... ¡Claro ahora caigo! Tú eres la amiga de Daniel, la que colecciona púas.
– Vaya, ahora sí que empiezo a sentirme un pelín acosada.
– No, no, puedes estar tranquila, es que Daniel siempre habla de ti cada vez que se le pierde alguna... y créeme, pierde muchas.

Y seguimos hablando, dejando que la noche fluyera, escapándose de entre nuestros dedos, así como lo hacían las palabras. El bullicio del bar parecía haberse esfumado por completo, solamente estábamos Robert y yo, de pie uno frente al otro. No tenía la más remota idea de dónde se había metido Amanda, pero en aquel momento era lo que menos me importaba. De pronto, las palabras parecieron agotarse, y nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. Por primera vez sus ojos me parecieron cálidos y amables, así que dejé de lado todos mis miedos y me dejé llevar, perdiéndome en ellos. 

El sonido de mi teléfono nos hizo volver a la triste realidad. La llamada de Amanda suponía el final de la noche, la hora en la que teníamos que ir al encuentro de nuestros padres que, viéndonos como dos pipiolas indefensas, acudían cada sábado a buscarnos para llevarnos a casa. Robert y yo nos miramos. No hizo falta añadir nada más, ambos sabíamos que era el momento de poner los pies en la tierra.

– ¿Volveré a verte? 
–  No se me ocurre un motivo para que no puedas hacerlo –sonreí.
– Ahora mismo no tengo teléfono, pero me las ingeniaré para encontrarte... y si no, ya sabes dónde localizarme, ensayo aquí con el grupo todos los días.

Me di la vuelta para irme, pero Robert me cogió el brazo, haciendo que me diera la vuelta para darme un último beso. Verdaderamente, aquello era el principio de algo.