Y
ahí estaba ella, con la frente plagada de pequeñas gotitas de sudor frío,
sufriendo aquellos escalofríos que le recorrían de arriba abajo el cuerpo. No
lo podía entender. ¿Cómo algo que en aquel momento había quemado tanto, la
había encendido como nunca y la había hecho disfrutar por primera vez en mucho
tiempo, podía ahora recordarse de una forma tan fría y distante?.
Em,
que se estaba debatiendo entre el gélido frío de su cabeza y el ardiente deseo
de su interior, solo logró deducir de todo aquello que se había quedado anclada en el pasado. Atada a un pasado no tan lejano pero que, pensándolo bien, de aquella
noche la separaban muchas otras noches.
Empezaba
a odiarlo, lo odiaba con todas sus fuerzas. Nada de lo que había hecho hasta
entonces conseguía sacar de su cabeza aquella noche que pasó con Martin. Noche
de pasión, de deslices, de que nada importase salvo ellos dos, noche de
esperanza soñando con que al despertar todo se habría arreglado. Noche que pasó
tan rápido como llegó y que la dejó más vacía de lo que ya se encontraba.
Vuelta
en la cama. Em mira fijamente la oscura pared carente de toda forma o figura, sin
embargo ella, revisa una y otra vez aquella noche como si de una película proyectándose
sobre su pared se tratase.
Como
era de esperar, a malas noches les siguen malos días, y para empezar, el día ya
había empezado mal.
Era
Domingo, de esos asquerosos domingos que no hace más que llover y que las
únicas fuerzas que puedes sacarte de debajo de la manta son aquellas que te
hacen querer mandarlo todo a la mierda.
Sonó
el despertador. Em se había quedado sin salir la noche antes pretendiendo
levantarse temprano a estudiar.
Nueve
de la mañana.
Con
tanto cabreo como sueño, se enfundó los
vaqueros y unas botas y con el máximo sigilo que sus ganas y ánimos le
concedieron, enchufó al perro a la correa y lo sacó a pasear.
Sigue
lloviendo.
‒
¿Para qué se necesita un paraguas?
Después
de comprar pan recién hecho y tras una vuelta rápida donde, por desgracia,
había terminado de ver la idílica escena del sol terminando de salir, volvió a
casa al ritmo de "So What", agitando el
cuerpo en un desesperado, y por otra parte patético intento de sacarse de dentro
todos aquellos pensamientos negativos.
Su
desayuno favorito.
Poco
duró la repentina paz que le brindaba su cocina solitaria apenas iluminada dado
que las oscuras nubes negras permitían poco más que una fría ducha de realidad.
Su madre apareció en pleno momento melancólico con Em apoyada en la pared y mirando
llover a través de la ventana.
‒
Que pronto te has levantado, ¿tienes que
estudiar?
‒
Siempre…
‒
¿Qué tal llevas el examen?
‒
Bien, bien, sin problema…
Já!
Había sido totalmente incapaz de sentarse a estudiar en toda la semana. Su nivel
de interés por cualquier cosa estaba rozando mínimos hasta ahora nunca vistos
en su historia.
Recogió
su plato y apurando al máximo su último trago de café, desapareció por la
puerta sin despedirse, y en el momento justo. Su padre recién levantado bajaba
por las escaleras sintonizando su matinal emisora de radio favorita.
A
espaldas de Em, y mientras esta subía las escaleras, la voz tosca y amortiguada
de las tertulias de la radio empezó a sonar a todo volumen.
Em
sonrió irónicamente, en esa casa no había mucho de lo que hablar ni nadie que
pareciese inmutarse de nada.
13:00
pm
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Fueron pasando las horas y el único conocimiento que Em había adquirido de sus muchas “horas de estudio”, era que su nivel de cansancio tanto físico como psicológico y emocional, y sobre todo, sus ganas de estudiar eran inversamente proporcionales a la cantidad de cosas que tenía pendientes por hacer. Decidió tomarse un descanso pensando que, ilusa de ella, aprovecharía la tarde y recuperaría las horas perdidas.
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Fueron pasando las horas y el único conocimiento que Em había adquirido de sus muchas “horas de estudio”, era que su nivel de cansancio tanto físico como psicológico y emocional, y sobre todo, sus ganas de estudiar eran inversamente proporcionales a la cantidad de cosas que tenía pendientes por hacer. Decidió tomarse un descanso pensando que, ilusa de ella, aprovecharía la tarde y recuperaría las horas perdidas.
Qué
sarcástico, en realidad nunca recuperaría las horas que perdió, desaprovechó y
malgastó esperando a un hombre que jamás estaría preparado, y no solo para
tener una relación, sino que jamás estaría a su altura.
Esa
mezcla de sentimientos se fueron convirtiendo en una enorme bola que en su estómago
ardía más que cualquier deseo que pudiera sentir hacia él.
Sentía
rabia de todo el tiempo tirado a la basura y que, puestos a ello, seguía
malgastando en él. Qué poca economía emocional estaba mostrando. Se sentía
débil y estúpida por ser totalmente incapaz de parar.
Agarró
su bolsa de deporte, chica lista, veía lo que se le venía encima. Salió por la
puerta bajo la mirada atónita de sus padres que, encajando totalmente en la
estampa del vecindario idílico en el que vivía, estaban fregando los platos en
familia al son de Frank Sinatra.
Con
la música a tope y recién llegada al gimnasio, volvió a debatirse en su fuero
interno en cómo sacar la rabia que llevaba dentro.
Cinta.
Correr… querer huir de los problemas, aumentar el ritmo esperando alejarse de
todo sabiendo que realmente seguiría en el mismo sitio, o, ático, añorada caja
de cristal donde cualquier problema quedaba fuera.
Subió
las escaleras intentando controlar las repentinas emociones que se sumaban a su
bola estomacal, buenos recuerdos salpicados del sabor agridulce de la cobardía
y de la falta de fe o esperanza.
No
recordaba la última vez que había estado allí, bailando fuertemente agarrada a
esa barra que, en cuanto la música empezaba a sonar, era todo cuanto la
mantenida anclada al suelo.
Al
fin llegó, doblada y jadeante, pero convencida de que valdría la pena.
Miró
a su alrededor, estaba sola y en silencio, todo seguía en su lugar. Para su
sorpresa y a pesar de la oscuridad del día, la sala estaba totalmente iluminada
sólo, por y a causa, de la luz natural.
Se
bajó los pantalones, sus viejas y ya gastadas mallas de Ballet resplandecieron
más que nunca. De repente se sintió segura.
Em
era perfectamente consciente de cuál era su debilidad y sabía que, en aquel
momento, caer de nuevo en ella no haría más que complicar las cosas. Le dio igual,
allí, subida sobre sus puntas y sosteniendo todo el peso de su cuerpo sobre sus
doloridos dedos de los piés, decidió que por un día, volvería a sucumbir en el carácter
impenetrable que tanto la había caracterizado tiempo atrás. De nuevo volvería a
esconder sus pensamientos, sentimientos y emociones para sólo así, y por su
propia cuenta, como hasta ahora, solucionarlos y ponerles fin.
La
música empezó a sonar y al ritmo que el cuerpo la seguía, su alma y autoestima
comenzaban a recomponerse. Sabía que era malo, que estaba edificando el aire,
pero le dio igual.
Volvió
a concentrarse en esa meta inalcanzable que, a medida que más deseas poseerla,
más distante se encuentra de ti. La perfección. Su adicción favorita en la que tantas
veces había sucumbido y de la que tanto le había costado escapar.
Y
aquel había sido sin duda, el precio que había pagado por su tan ansiada
libertad, abandonar todo cuanto tenía para sólo así saber qué de todo aquello,
formaba parte de ella en realidad.
Los
pensamientos fluían al ritmo que lo hacían sus movimientos. Aquel día, aquella
vez. Ese error, ese cambio. Su perdición.
Lo
había perdido todo y aún así, nunca se rindió. Esa conclusión fue entonces la
que le hizo darse cuenta de que, una vez ya había conocido el infierno, y lo
que le estaba haciendo ahora Martin no era más que un mero recordatorio de lo
que le podría pasar de no ser adulta, fuerte y no tener agallas.
Dos
horas después de esa profunda reflexión, plantó los pies de nuevo en la tierra,
y deseo no haber cabreado a sus padres. Llegaba tarde, muy tarde a comer.
Mientras
corría en dirección contraria a la lluvia, se volvió y contempló el ático, la
enorme caja de cristal en la que había pasado su infancia bailando e intentando
encajar. Moviéndose a pausados movimientos con el corazón latiendo a mil por
hora, y todos y cada uno de los puntos de su cuerpo bajo tensión. El ballet,
aquel gigante desconocido que nunca se le dio del todo bien, pero del que se quedó
totalmente prendada en el momento que pisó un escenario.
Y
ahí estaba ella, la eterna chica perfecta que, sucumbió en su día ante un desliz.
Realmente ante unos cuantos. Dolorida, consciente de que era fuerte y sin temor
de reconocer que tenía miedo. Miedo de acabar destrozada por Martin, de perder
todo lo que tanto le había costado reconstruir, a ella misma.
Entró
por la puerta y tras comprobar que todo estaba en orden, gritó en busca de su
madre.
‒
¿Mamá? ¡he vuelto!
‒
Ya veo, te estábamos esperando para
comer.
‒
No mamá, he vuelto a bailar. Quiero
volver. Volver al ballet y a ser bailarina.
Su
madre no estando muy segura de que decir, la miró con una expresión que hablaba
por ella. Por fin volvía a ser ella, la hija que un día se marchó sin decir a
dónde y que en su lugar dejó a un zombi viviendo rápido para no pensar.
Y
así, aunque conociendo pero ignorando todo el mundo los verdaderos motivos que
habían hecho que Em un día se perdiese, recibieron todos con los brazos
abiertos la feliz noticia de que al fin, había vuelto.
Y
no fue lo único que volvió aquel día. Como cada mes de cada año, a cada mujer
cuya edad se encuentra comprendida entre los 12 y los 45 años, algo sorprendió
a Emily mientras se duchaba.
No
era más que la normalidad. La normalidad de una vida que no aprecias hasta que
crees estar a punto de perder.
Y
una vez resueltas las dudas sobre si se vería o no forzada a tener que llamarle
cargada de malas noticias, honestamente se juró así misma que aquella
normalidad era lo último que iba a compartir con Martin.
Y
así decidió que sería.
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